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«Prehistoria» de CRISTIANDAD

Luis Creus Vidal

CRISTIANDAD
Año I, nº 5, páginas 99-101
Barcelona, 1 de junio de 1944
Plura ut unum

Por indicaciones que para mi tienen fuerza de mandato, y en circunstancia para mi inolvidable –la de la santa muerte de mi padre, un padre de virtudes excepcionales–, voy a dar a conocer a nuestros lectores, mejor que la gestación, los orígenes remotos de esta nuestra Revista, lo que fue primero su germen, lo que constituyó luego su «prehistoria»; y precisamente voy a hacerlo, significativamente, en este número en que, unidos a la Iglesia, conmemoramos Pentecostés, la Fiesta del Espíritu Santo.

Es desde 1924 que, hijos de la Congregación Mariana de Barcelona –la Congregación de la Inmaculada y San Luis Gonzaga, a la que tributamos nuestro homenaje–, comenzamos a reunirnos. Pero fue en 1932 cuando nuestro grupo empezó a tomar personalidad, por más que, como muy bien dice nuestro compañero «Fraxinus Excelsior» [Enrique Freixa Pedrals], en aquella época «éramos muy jóvenes».

Muchos libros, mucha dirección, pocos miembros, y menos medios aún. En cambio, muchas zozobras, derivadas de la incertidumbre de la situación. No pocos cambios de domicilio –libros a cuestas– acompañaban nuestra vida social, auténtica tertulia, tal como merece entenderse esta palabra, bien que tertulia un tanto bohemia a veces: con no pocas aprietos –y no escaso ingenio– para atender los implacables recibos del casero y de la luz eléctrica. Y ya llevábamos muchos meses de labor cuando nos apercibimos de que ni nombre habíamos atinado en tomar. Ello motivó una tertulia más, nada parlamentaria, sin embargo. Surgieron denominaciones, mas todas parecían demasiado pretenciosas. Alguien, por fin, sugirió la más exacta, por lo corta y humilde: «Schola».

«Schola». Fue una escuela, y escuela de verdad. Y hasta hubo quien nos tomó en serio. Es decir, tomó en serio nuestra buena voluntad, que sí era auténtica. Lo demás, poco contaba. Y se nos honró sobremanera, puesto que, con el fin de alentarnos, varias veces la jerarquía más directa y más cara se dignó descender hasta nosotros: si es que puede llamarse descender el subir los muchos escalones que exigía el acceso a alguno de nuestros sucesivos locales sociales.

Un día, que no fue el único, recibimos la visita de un Padre. Algunos de los que nos hallábamos en aquel instante en nuestro local, no adivinamos de quien se trataba. ¡Venían, y no pocos, tan a menudo¡ Ni menos podíamos pensar que aquel Padre había de ser, al cabo de bien pocos años, compañero de tres ilustres mártires. Pero sí nos llamó la atención su bondad, su interés. Seguidamente le fuimos presentados. Era el Padre Provincial de la Compañía de Jesús en Aragón.

Lo turbado de los tiempos, y las circunstancias excepcionales de su ministerio, que debían lógicamente ocuparle el tiempo de modo abrumador, no le impidieron repetir sus visitas, que truncó –a la par que nuestra vida social– la tragedia de 1936.

Durante la misma tuve ocasión de hablar, en circunstancias bien extraordinarias, de nuestra «Schola», con otra jerarquía más alta: con el Pastor de nuestra Diócesis, con el Obispo Mártir, doctor Irurita. Conocía nuestro grupo, y me manifestó altísimamente la complacencia que le causaba nuestra buena voluntad. Y ratificó y avaló –si procede la palabra– la dirección que nos guiaba y a la que obedecíamos. Los momentos parecían dar especial solemnidad, como de testamento, a sus palabras: «Síganla –me insistió– sin titubeos. Cuanto ella les mande y recomiende hacer, es el Obispo de Barcelona quien lo manda y recomienda.»

Pasaron los meses, y, dispersos, a cada uno de nosotros deparó camino la Providencia. El mío me llevó a buen puerto, y, si es verdad que todos los caminos llevan a Roma, el mío pasó también par la Ciudad Eterna, mientras en nuestra ciudad quedaba, oculta y latente, pero bajo la protección de Dios, aquella «Schola» tan querida.

No la había olvidado un visitante veneradísimo suyo, a quien, de paso por la capital del Orbe Católico, fui a pedir la bendición. El Padre General de la Compañía de Jesús, el P. Wladimiro Ledochowski, de quien osamos decir que falleció en olor de santidad, no había olvidado los coloquios –alguno de ellos en audiencia especial y privada– que con nosotros, cuando «Schola» estaba en germen, pero ya con conciencia de su misión, en 1929, se había dignado tener en ocasión de su visita a Barcelona. Y me otorgó aquella bendición, amplia y paternal, para todos, con sus votos para que pronto desaparecieran las tremendas circunstancias que nos tenían dispersos, y pudiésemos otra vez reunirnos en nuestro humilde local social, con nuestro Director y nuestros libros. Era el 26 de abril de 1937. Al salir de la Residencia del Borgo Santo Espíritu, en la serenidad de la tarde de primavera romana, se recortaba, sobre el azul del cielo, más que nunca llena de majestad, la cúpula de San Pedro.

Mi camino me llevó –repito– a buen puerto, y, fuera de peligros, pude proceder a publicar un libro que tiempo ha tenía en preparación, y cuyo original se salvó contra toda esperanza. El libro, en sí, importa poco. Pero me atreví a pedir un prólogo a aquel mismo Padre Provincial que con tanto cariño nos visitara, y con quien las peripecias de la revolución –bajo el manto de la Providencia– me habían unido con vínculo extraordinario. A mí y, en especial, a mi citado padre don Manuel, dormido hace pocos días en la paz del Señor.

Pronto me llegó el prólogo, escrito en San Remo, que se refiere, más que al libro, al ambiente que en realidad lo incubó, a aquella «Schola», donde el Padre Provincial hallara, al lado de tan cortas cualidades, un humilde «amor a la verdad católica» y un «deseo sincero de adquirir criterio rectamente católico para resolver, según él, los problemas de hoy». Y este prólogo constituye la mejor y más autorizada historia de «Schola», quizá un poco exagerada por la bondad y por el cariño del buen Padre. Siguiendo siempre aquellas indicaciones de que he hablado al principio, voy a reproducirlo:

«Mi amigo queridísimo, Luis Creus Vidal, me ruega tenga la amabilidad de escribir unas líneas, a modo de prólogo, para su obra. Lo hago con muchísimo gusto. El lector conocerá por qué.
Nos hallábamos en Barcelona el mes de julio de 1936. Vivíamos aquellos días, en verdad nuevos, de comienzos de la revolución sindicalista en aquella capital. Veíamos con nuestros propios ojos cómo afiliados a la C.N.T. y a la F.A.I. se lanzaban con todo su furor contra los que ellos juzgaban causa de todos sus males, la Iglesia, sus templos, sus miembros todos, en especial, sacerdotes y religiosos a los que asesinaban sólo por serlo. «Os mataremos, porque sois sacerdotes –decían–. No ha de quedar ni uno.» Caíamos heridos por sus balas y únicamente por especial providencia del Señor nos librábamos de muerte segura... Esta visión enardeció nuestro celo apostólico de cooperadores con Jesucristo en el ministerio de salvar almas todas, con preferencia las más necesitadas; avivó en nuestros corazones aquel sentimiento del Corazón divino, que se dio todo, sin reservarse la propia vida temporal, para arrancar de la muerte aquellos queridos suyos, «ovejas sin pastor», «turba» que conmovía las entrañas de su corazón misericordiosísimo.
¿Qué hacer por estas almas?, nos preguntábamos. ¿Qué hemos de corregir, modificar, introducir en nuestra vida, en nuestros medios de acción, en nuestro apostolado, para que sea eficaz, para que penetre en esos hombres que nos matan como a enemigos mortales, cuando en verdad no buscamos sino su bien de ellos, su mayor bien de ellos, su vida, su vida verdadera y abundante, la que Jesucristo les mereció, no huyendo de la muerte sino entregándose a ella con la mayor generosidad?... Así discurríamos en aquellos días, haciendo examen de conciencia de nuestra actuación pasada, en una clínica de Barcelona, convalecientes aún de las heridas causadas por las balas sindicalistas, sin saber dónde hallar un pobre refugio, cuando la providencia amorosísima de Dios Nuestro Señor nos deparó casa y familia, que me acogieron como a hijo suyo, arrostrando con ello los peligros quo pudieran sobrevenir, en verdad inminentes y muy graves. El Señor, con protección muy singular, nos preservó de todos.
Un mes, de recuerdos imborrables, gocé de aquella vida profundamente vivificada por la caridad del Corazón divino. Allí pude continuar mi examen de conciencia, comenzado en la clínica: ¿Qué hacer por aquellos obreros, por aquel pueblo, por aquella «turba», tan disociada del corazón del sacerdote, que tanto la amaba, que había consagrado la vida toda a salvarla? Ya no era yo solo el que me hacía esta pregunta: eran los de la familia toda. Aquel venerable anciano, don Manuel, modelo de prudencia y caridad cristianas; la hija política, de corazón de apóstol; el hijo, en especial, que, aunque consagrado al cumplimiento de los deberes de esposo y de padre, robaba el tiempo al reposo aun necesario del cuerpo, para estudiar, para escribir, movido solamente por el deseo de ayudar a la reconstrucción de una sociedad a la que, con profunda pena de apóstol, contemplaba apartada de Jesucristo.
—Padre –me dijo un día–, le agradeceré a usted tenga la bondad de leer este libro y me diga luego qué le parece de él. Está escrito con el fin de cooperar a esa labor social cristiana de que hablamos. Bien poco vale: un esfuerzo de buena voluntad, fruto de mis estudios privados, que no los he dejado, dirigido por el Padre que usted conoce, y amaestrado por la experiencia personal de mi vida de ingeniero.
Me entregaba el original de la obra, que presento al lector. Quiero notar que se había escrito bien antes de la revolución.
La leí con verdadero interés, consuelo y provecho. Pero si gocé recorriendo sus páginas, no menos disfruté conociendo la historia interna de ella, es decir, de su elaboración. El lector me permitirá se la descubra, ya que su conocimiento no poco sirve para apreciar más y más su valor.
¿Cuál es la historia interna del libro?... Volviendo por unos momentos la vista atrás, podríamos asegurar que a la España católica no la destrozó propiamente el pueblo sindicalista. ¡Pobre pueblo! Desde mucho tiempo se estaba fraguando la ruina de la patria en los cerebros de unos cuantos, que se dieron a sí mismos el calificativo de «intelectuales». Estos tales se formaron, en primer término, es decir, se deformaron, a sí propios, descristianizando sus inteligencias; luego se esforzaron por descristianizar las de los demás. «Hay que acabar con toda la civilización cristiana», repetían en privado y en público. Por modo astuto se apoderaron de gran parte de la enseñanza oficial, hicieron la revolución desde los libros y desde las cátedras.
No pocos jóvenes católicos contemplaban con honda pena los daños causados por los enemigos: ponderaron su táctica. No contentos con examinar y lamentarse, determinaron prepararse también, hacer por el triunfo de la verdad y del bien lo que los adversarios hacían por el de la falsedad y del mal. Este ideal asoció a no pocos jóvenes, a algunos de ellos en la capital de Barcelona.
Sobremanera prácticos, se contentaron al principio con lo necesario: Director, sacerdote, es decir, maestro y maestro excelente; libros, muy escogidos libros; espíritu sobrenatural, que vivificara y vigorizara todo. Modestia. Su nombre no podía serlo más: expresión del deseo de aprender y formarse.
Algunas veces visité su local. Muy sencillo: cuatro salas; dos para libros, muy buenos, de historia, filosofía, teología; sala de sectas, es decir, de cuanto podía servirles para conocer al enemigo; sala de reunión. Allí trabajaban, oían al maestro, le preguntaban, le presentaban sus dudas, proponían sus planes, fijos siempre sus ojos en el porvenir, que esperaban y para el que se preparaban. Su Director se lo predecía con seguridad y claridad admirables.
Se observaba en ellos, ante todo y sobre todo, amor a la verdad católica, deseo sincero de adquirir criterio netamente católico para resolver según él los problemas de hoy. Vida sobrenatural con la práctica de la caridad para con Dios y para con el prójimo y con la sumisión más completa a la Iglesia de Jesucristo. Trabajo asiduo para adquirir competencia en lo religioso, cultural, social, económico. No se contentaban con manuales, pues deploraban la confusión reinante en nociones las más elementales sobre moral y derecho, en las que se apoyan las relaciones de los hombres y de los pueblos.
Fruto de aquella labor callada y escondida es el presente libro. Su doctrina será muy útil a todos, pero lo será aún más el ejemplo de aquel reducido grupo de jóvenes. La formación social, sobre todo, de los que quieren trabajar seriamente, ha de ser en primer término doctrinal, base sólida, cuerpo de doctrina compacto, estudiado a la luz de la filosofía cristiana. Esta preparación conservará las inteligencias alejadas de influjos sentimentalistas perniciosos; sugerirá, al exponer la doctrina, palabras que sean expresión fiel de la concepción justa de las cosas; soslayará problemas resbaladizos y partidistas; mantendrá siempre vigorosos los grandes principios religiosos, sin desviarse nunca del camino da la verdad y del bien.
Perdóneme, mi queridísimo amigo, autor de este libro, haya hecho pública su labor silenciosa, casi oculta. El móvil no ha sido ciertamente personal ni privado, sino muy elevado y universal: señalar, sin pretensión alguna, a nuestros jóvenes apóstoles de la nueva España, un ejemplo de no difícil realización y de eficaz resultado».
José M. Murall, S. J. -- Villa Santa Croce, San Remo -- Diciembre 1937.

Del libro de Luis Creus Vidal, Paganismo y Cristianismo en la economía,
Ediciones Antisectarias. Burgos 1938.

* * *

Pasada la tormenta, reuniéronse otra vez –bajo la misma dirección, salvada providencialmente también– los dispersos miembros. Faltaban dos en los que se habían cifrado las mayores esperanzas. Mas decir que faltaban no es cristiano, que han seguido asistiendo a estas nuestras reuniones, que tan queridas les eran, desde el Cielo; mas esta vez no para aprender, sino para acompañarnos.

«Schola» ha crecido. En todo, hasta en el nombre. Pero la extensión de su nombre corresponde a otro contenido mejor, a otro contenido infinito. Ahora es «Schola Cordis Jesu». Ahora aspira a ser escuela donde sus discípulos aprendan del amor de Jesucristo, que es Dios, y que, al mismo tiempo, es el hombre de mayor corazón de la Historia, de esta Historia que durante tantos años ha sido tema preferente de sus tertulias. «Schola» cree en este amor.

Fruto de esta creencia Cristiandad. Mas esta Revista, que tiene a «Schola» por su germen, no debe ser exclusiva de ella. Se debe a la Congregación Mariana, que considera como madre. Se debe, como indica su nombre, a la Cristiandad toda, particularmente a nuestra Patria, tan cristiana, y si en esta semilla tienen su parte los sembradores, también necesita del concurso de todos los demás agentes que, vivificados por el sol de la Providencia, pueden hacerla crecer y fructificar.

Luis Creus Vidal

N. R.- No obstante el carácter señaladamente personal de algunas de las manifestaciones contenidas en el transcrito prólogo del anterior artículo, Cristiandad, en contra de la modestia de nuestro colaborador, asume la responsabilidad de su publicación.