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Los carmelitas le confiaron a Campbell los manuscritos de San Juan de la Cruz y pocos días después fueron martirizados

Carmelo López-Arias / Alba ReL 18.02.2012

Joseph Pearce escribe con el título “España salvó mi alma” la biografía de Roy Campbell. “España salvó mi alma”, proclamó el poeta sudafricano Roy Campbell (1901-1957). Se refería a algo más que a su conversión al catolicismo en Altea, en 1935. Fue su vida entera la que encontró un sentido cuando Don Gregorio, párroco de esa localidad alicantina, asesinado meses después por los milicianos, le regó con el agua bautismal. La forma hispana de vivir la religión le había ofrecido por fin el aire que sus pulmones de artista reclamaban desde pequeño.

Años antes había llegado a Oxford, para estudiar Literatura, un hombre acostumbrado a tratar con los zulúes y a sentirlos como iguales. Lo cual podía ser escandaloso en su país natal, pero en Inglaterra le otorgó un aura propia en el Parnaso.

Además, a Campbell los escándalos nunca le importaron demasiado. Como tampoco la abundancia de cerveza que caracterizaba aquellas legendarias tertulias literarias y sus puñetazos posteriores.

En un ambiente irrepetible como fueron los happy twenties británicos, entroncó con el celebérrimo Círculo de Bloomsbury de Virginia Woolf. Resultó ser demasiado conservador para ese clan, pero hizo en él suficientes amigos como para convivir durante mucho tiempo con sus costumbres disolventes.

Eso sí, jamás cultivó el amor a la decadencia. Conoció a Mary Garman, se casó joven con ella, tuvieron dos niñas y se escaparon a Francia para aislarse en la campiña provenzal. Fueron años dorados, que sólo perturbó el Mal en forma de una extraña relación lésbica de su mujer con Vita Sackville-West, amante a su vez de la Woolf.

Roy conoció en las Landas la tauromaquia y quiso ser torero. Tenía Barcelona al lado y en el pecho la comezón de vivir en España, y en 1934 se vino. Al poco, la evolución religiosa que había emprendido el matrimonio tiempo atrás floreció para siempre. Todo el pueblo de Altea asistió al bautizo de aquella sorprendente familia.

Los de Bloomsbury le odiaron por ello, pero sólo una porción de lo que le iban a odiar cuando se mostró partidario de la victoria de los nacionales. Su poema Flowering Rifle lo consideran algunos el mejor sobre la guerra civil, y es inequívoco en su sentido.

Campbell había sido siempre antisocialista. Su temperamento ácrata y excéntrico casaba mal con lo que se sabía de los bolcheviques. Pero, además, vivía en Toledo el 18 de julio. Había hecho amistad con los carmelitas de la Ciudad Imperial, cuyo convento atisbaba desde su hogar mientras trabajaba casi al ritmo de la campana monacal.

Cuando se desató el terror del Frente Popular, los frailes carmelitas de Toledo, sabedores de lo que les esperaba, le confiaron un tesoro: los manuscritos originales de San Juan de la Cruz. Pocos días después fueron todos ellos martirizados, pero Roy puso a salvo los escritos cuando los asesinos registraron infructuosamente su casa.

En esos temibles momentos prometió al santo que traduciría al inglés sus versos si salían vivos del trance. Cumplió el voto, y es hoy todavía la versión más celebrada.

Amigo de Evelyn Waugh, C.S. Lewis, T.S. Eliot o J.R.R. Tolkien (quien se inspiró en él para el personaje de Aragorn –Viggo Mortensen- en El Señor de los Anillos), Campbell fue un poeta admirado por su talento y aborrecido por su disidencia.

Fue soldado voluntario (ya maduro y con familia) durante la Segunda Guerra Mundial al servicio de Su Majestad, y trabajó en la BBC. Pero la progresía jamás le perdonó que confesase a Cristo y defendiese a Franco. Ataviado por Londres a menudo con sombrero cordobés y capa española, a nadie dejaron indiferente ni sus ideas... ni la perfidia que rezumaban los atrabiliarios versos satíricos con que fustigó a sus enemigos.

En 1957 murió en Portugal al salirse su vehículo de la carretera. En el país que salvó su alma, el nombre de Campbell se fue apagando. Una paradoja más. Como sus versos, puñales o pinceles, pero siempre de una sonoridad y una rima únicas en la literatura inglesa del siglo XX. ¡Tal vez porque las manos que protegieron de la barbarie la mística Llama de amor viva se habían criado en la tierra de los leones!

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Roy Campbell (1901-1957)

Cl ReL 19 febrero 2011

La «desmemoria histórica» sobre la Guerra Civil se ha cebado en particular con todos aquellos personajes a quienes el establishment cultural de izquierdas ha querido marginar durante décadas.

Uno de ellos, y no el menos importante, es Roy Campbell (1901-1957), surafricano aunque inglés de adopción y uno de los más grandes poetas anglosajones del siglo XX. Fue toda una figura de las Letras británicas, mantuvo una tormentosa relación con el grupo de Bloomsbury (cuya racionalización de sus miserias sexuales bajo capa de freudismo criticaba sin piedad) y se convirtió al catolicismo en España.

Vivió hasta los 18 años en su país natal, estudió en Oxford, se casó en 1922 y tuvo dos niñas. Precisamente la percepción de que en el grupo de Bloomsbury (tertulia filosófico-literaria cuyo miembro más célebre fue Virgina Woolf) el antipatriotismo iba vinculado al anticristianismo, le hizo acercarse a la fe.

Su poesía le iba situando cada vez más en la órbita de T.S. Eliot y Evelyn Waugh. En 1933 decidió establecerse en España y lo hizo en Toledo. Los años en nuestro país y el conocimiento del catolicismo hispano le llevaron a la fe católica, que abrazó formalmente en Altea (Alicante) en 1935, cuando ya se caldeaba el ambiente previo a la Guerra Civil.

Cuando el 18 de julio de 1936 tuvo lugar el Alzamiento Nacional, Campbell estaba el Toledo y vivía junto a un convento carmelita con cuyos religiosos mantenía una excelente relación. Tanto, que temiendo lo que iba a pasar y pasó, los frailes le confiaron los manuscritos originales de las obras de San Juan de la Cruz en un arcón de madera.

Campbell tuvo el acierto de esconderlo en su casa. Cuando el Frente Popular se hizo con el control de la situación en la Ciudad Imperial, implantó el terror, y lo centró particularmente en la Iglesia. Los quince carmelitas amigos de Campbell fueron sacados del convento y fusilados en la plaza uno a uno. Los milicianos, que sabían de su amistad con el poeta, registraron también su casa, pero milagrosamente no encontraron el arcón, a pesar de que destrozaron otras de sus pertenencias.

Cambpell logró huir de España con los suyos en un barco inglés y, de nuevo en el Reino Unido, censuró la actitud de su gobierno, favorable a un Frente Popular al que había visto en acción. Inmortalizó con un poema, «The Carmelites of Toledo», la tragedia de la que había sido testigo presencial. Volvió a España y apoyó al bando nacional, lo que selló su destino en una época en la que ser «antifascista» era condición para ser recibido en el Parnaso de los intelectuales, y en la que era el aparato de propaganda comunista el que repartía a discreción las etiquetas de «fascista» o «antifascista». De nada le sirvió a Campbell combatir a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial: el mundo de la cultura marginó cuanto pudo su nombre, a pesar de que algunos críticos consideran dos o tres de sus poemas como las mejores composiciones de la literatura inglesa en el siglo XX.

Cuando Campbell regresó a Toledo, en su casa aún estaba el arcón con los textos de San Juan de la Cruz. Ya no vivía ninguno de los que se los habían confiado, y él los devolvió a la orden carmelitana, que es, por eso, quien mejor memoria ha guardado en España de quien se jugó la vida por esos papeles, tesoro de la cultura española. Las traducciones más apreciadas hoy en el Reino Unido de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús son precisamente las de Campbell.

El escritor anglo-surafricano se paseaba por Londres con capa española, sombrero cordobés, y dispuesto a llegar a los puños con quien hablase mal de la patria en la que había abrazado la fe católica.

Hoy, en España, apenas es conocido, señal de que la gratitud de los cristianos no ha podido vencer siempre la coraza de la conspiración del silencio impuesta interesadamente por el pensamiento anticristiano.