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El sentido cristiano de la historia

José Mª Petit Sullá  

(Artículo aparecido en la revista Verbo, nros. 357-358, año 1997)

Esta exposición acerca del sentido cristiano de la historia no ha sido encomendada por el doctor Vallet a ningún historiador -entre los muchos y buenos que hay entre los amigos de la Ciudad Católica-, lo que me permite pensar que debo más bien discurrir de modo breve por los caminos de una especie de reflexión acerca del sentido cristiano de la historia, en esta XXXV Reunión, a modo de cierta meditación de la que podamos sacar algún provecho.
En la revista Cristiandad se dedicaron, en los primeros años, ya desde el número cinco del año 1944, varios artículos al tema del sentido cristiano de la historia, lo que el padre Ramière llamó “Teología de la Historia”. Especialmente recomendable es la lectura del número doble de julio de 1945. Siguiendo al insigne apóstol del Corazón de Jesús, se cultivaba entre los discípulos del padre Ramón Orlandis, S.I. esta rama de la teología y de la historia, no para satisfacer ninguna curiosidad sino para alimentar la indispensable esperanza católica en unos tiempos de creciente secularización de la vida social y política. Ello requería, ante todo, estudiar historia y penetrar en su sentido con toda seriedad.
Pero mirando a la historia de la humanidad, que ha de ser redimida y entrar a formar parte de la Iglesia, aparece una dificultad, porque nos desconcierta que la historia, explicada por la historiografia laica, parece ser un cúmulo de arbitrariedades desconexas, contradictorias incluso, cambiantes siempre y, cuando se pretende darle un sentido, siempre es hacia la emancipación de la humanidad respecto a Dios. Los que no aceptan esta tendencia secularizadora, se tienen que conformar con una historia que se nos presenta como algo majestuoso a veces, pero tan deplorable en la mayoría de las ocasiones, que casi preferimos no atender demasiado a ella y en cierto modo nos parece, no sabemos bien por qué, que es preferible mirar al futuro porque, además, decimos, el futuro lo haremos nosotros y siempre puede ser mejor que el que hemos encontrado hecho.
Nos gustaría saber historia, al menos en sus trazos más generales, y sobre todo nos gustaría entender la historia. En cierta manera querríamos que la historia fuese una ciencia, con sus principios, sus demostraciones y sus conclusiones, pero en seguida pensamos que tal cosa ni es ni puede ser ni ha de ser, pues sería horrible que resultasen los hombres meros juguetes de leyes superiores que fatalmente decidiesen los acontecimientos humanos presuntamente realizados por seres libres.
Como es bien sabido, ésta fue la falsa conclusión a que llegó el filósofo alemán Oswald Spengler en el período de entreguerras cuando vislumbró fatalmente la decadencia de occidente. Sin duda se apercibió muy bien de esta decadencia, pero falto de esperanza la consideró fatalmente irreversible y asimiló, sin más, la vida de las culturas a la vida de cualquier otro ser vivo que nace, crece y muere. Spengler estaba en contra de encontrar un sentido a la historia, como podemos vedo en este texto así:

«Es completamente inaceptable el modo de interpretar la historia universal, que consiste en dar rienda suelta a las propias convicciones políticas, religiosas y sociales, y en las tres fases que nadie se atreve a tocar, discernir una dirección que conduce justamente al punto en que el interpretador se encuentra. Unas veces será la madurez del intelecto, otras la humanidad, o la felicidad del mayor número, o la evolución económica o la ilustración, o la libertad de los pueblos, o la victoria sobre la naturaleza, o la concepción científica del universo, o cualquiera otra noción por el estilo la que sirva de unidad absoluta para medir los milenios y demostrar que los antepasados o no supieron concebir la verdad o no pudieron alcanzada.»1

Advirtamos que a Spengler no le pasa por la cabeza la interpretación teológica de la historia y la razón más profunda es porque la providencia no actúa en un sentido lineal sino, precisamente, en un sentido parecido al propuesto por el filósofo. La diferencia fundamental es que Dios usa nuestra libertad en función de su proyecto, sin determinamos a obrar ciegamente. La conclusión de Spengler no la sostiene hoy nadie, a pesar de la justeza de su observación sobre la diferencia entre cultura y civilización. La cultura es la vida, la civilización es la muerte de una cultura, a pesar de su aparente esplendor. Concluye así su visión de terminista vitalista:

«Hasta hoy éramos libres de esperar del futuro lo que quisiéramos. Donde no hay hechos manda el sentimiento. Pero en adelante será un deber para todos preguntar al porvenir qué es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable forzosidad de un sino, que no depende de nuestros ideales privados, de nuestras esperanzas y deseos. Empleando la palabra libertad, tan equívoca y peligrosa, podemos decir que ya no tenemos libertad para realizar esto o aquello, sino lo prefijado o nada... El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. La época actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo cual excluye por imposible toda una serie de contenidos vitales.»2

Nos encontramos en un cierto callejón oscuro y sin salida aparente, pero atisbamos una solución cuando por un buen historiador, quizá simplemente de un hombre que vivió personalmente un hecho singular, para nosotros extraño en el tiempo o en el espacio, nos llega su narración con una doble cualidad, la de ser muy verídico y la de saber mostrar el sentido de su relato, su razón de ser. Spengler no podía prohibir la interpretación de la historia por dos razones. Primero porque él también la interpretó, aunque de modo cíclico; segundo porque sin interpretación no hay historia. La interpretación de la historia es la que no deforma el hecho pero le encuentra el sentido. Es como si, en el plano de las ciencias filosóficas, hubiésemos encontrado la causa eficiente y la final porque conocemos el sentido profundo y el marco general de cuanto es y acaece. Este es el sentido de una historia de la que sacamos una conclusión que eleva nuestro espíritu dentro incluso de su misterio. Tal cosa sucede, por ejemplo, con las vidas de los santos y quizá, en particular, con las vidas de los mártires cuyo final, humanamente trágico, resuena para nosotros como lleno de sentido y de salvación a la luz de la fe. Para encontrar un sentido a la historia ésta ha de ser estudiada desde la perspectiva teológica. A la historia le sucede lo mismo que a la filosofía. En sí misma considerada, es una labor de la mera razón, independiente de la fe, pero, de hecho, en las cuestiones más fundamentales que más afectan al hombre, como es el caso de la existencia de Dios, la razón humana se extravía si no se deja iluminar por la fe. La causa es bien sencilla, pues por el pecado original se ha oscurecido la inteligencia y, como dice Santo Tomás, de no haber mediado la revelación habría desaparecido del haz de la tierra la idea de Dios. Hay que retomar, pues, la perspectiva teológica.
Cuando yo era párvulo estudiábamos, o mejor, nos enseñaban, lo que se llamaba «Historia Sagrada». Estudiar la Historia Sagrada era para nosotros estudiar el Antiguo Testamento o, más concretamente, algunos pasajes especialmente significativos y aleccionadores de aquellos libros históricos, que junto con los salmos, los sapienciales y los profetas, constituyen la exposición de la primera Alianza de Dios con los hombres. Dejemos ahora a un lado todos los libros genuinamente históricos, a los que hay que añadir por su contenido los libros proféticos, y que ocupan más de la mitad de los textos sagrados, se narran las vicisitudes, bien complejas por cierto, del pueblo escogido por Dios.
Nuestros hijos estudian hoy estos temas bajo el nombre más formal de «Historia de la Salvación». Leído en nuestra adultez con mayor amplitud, nos damos cuenta de que aquella alianza es el diálogo entre Dios y unos hombres que se eligió como pueblo. Quizá a veces nos ha sorprendido la crudeza de algunas descripciones, pero aprendemos en estas lecturas algo muy importante, pues no sólo vemos que Dios siempre es fiel y misericordioso, sino que Dios actúa entrando en la historia de su pueblo y que la prosperidad de éste va siempre ligada a su fidelidad, como su desgracia a su abandono de la Ley. Sí, realmente el Antiguo testamento es sobre todo histórico y vemos claramente que la historia de Israel tiene un sentido que es su referencia a Dios. Por primera vez en la historia de la humanidad un pueblo tiene una historia con sentido porque tiene un guía y un destino.
El filósofo Nicolás Berdiaeff, reconvertido a la fe ortodoxa, planteó acertadamente la cuestión al relacionar la historia con el sentido de la historia, es decir, cuando los hechos se suceden en vistas de algo que ha de venir, y esta idea que era extraña al mundo cultural griego, constituía la base de la vida de Israel, quien en este sentido es el primer pueblo que tiene una historia y la comunica a los demás:

«Fueron los hebreos los que nos trajeron el concepto de "lo histórico". Por ello estoy firmemente convencido de que la misión del pueblo hebreo había sido verdaderamente la de introducir, en la historia del espíritu humano, una conciencia del proceso histórico francamente opuesto a la concepción cíclica, propia del espíritu helénico. La antigua conciencia hebrea había relacionado siempre el proceso histórico con el mesianismo, y es aquí donde advertimos la diferencia esencial que media entre la conducta helénica y la hebrea. Mientras la primera iba dirigida hacia el pasado, la segunda tendía constantemente a lo futuro. El pueblo hebreo vivía intensamente de cara hacia el porvenir, esperando siempre una resolución del destino del pueblo de Israel.»3

Pero el mesianismo del pueblo de Israel no es algo vago sino que es la espera del Mesías concreto, aquel que de hecho los jefes de Israel no supieron o no quisieron reconocer, La Iglesia sabe bien que éste es el acontecimiento primordial de la historia humana, tal como lo recuerda el Catecismo:

«La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso preparado durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la "Primera Alianza" (Hb. 9, 15), todo lo hace converger hacia Cristo, anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel.»

Ahora bien, el Nuevo Testamento, la segunda y definitiva Alianza de Dios con los hombres, cumplimiento perfecto de las antiguas profecías y consumación del plan de Dios sobre la humanidad, es también un texto histórico, que describe con detalle los hechos principales que comienzan con la Encarnación del Verbo de Dios, que refieren algunos de los muchos milagros que hizo para probar su divinidad y recogen las enseñanzas de la corta pero intensa vida pública de Jesús, Dios hecho hombre, y que en conjunto y en sus cuatro presentaciones llamamos con el esperanza dar nombre de evangelio, el buen anuncio. Y se cierra con el libro profético del Apocalipsis que escribió el apóstol y evangelista San Juan, libro verdaderamente histórico, pero de una historia de lo que había de suceder a partir de aquella inspirada revelación, que fue la revelación de Jesús. Incluso la historia de la primitiva Iglesia, los hechos de los apóstoles, y las mismas enseñanzas escritas de los apóstoles, sobre todo del apóstol de los gentiles, que en forma de cartas han llegado a nosotros como el eco autorizado de aquella primera Iglesia, no hemos de desconocer que incluyen aspectos proféticos que constituían el fundamento de la esperanza de los primeros cristianos y que conservan este carácter también hoy para alimentar la nuestra.
El nuevo testamento es, pues, también histórico. La resurrección de Jesús -como todos sus milagros- no puede reducirse a una mera ocasión para hacer una piadosa alegoría. Nada ha hecho tanto daño a la Iglesia como las sectas gnósticas que desvirtuaban el sentido histórico y convertían la religión de Jesucristo en una mera llamada a la «espiritualidad» o a la filantropía. Y no sólo es histórico sino que es también profético.
Pero comparando bajo este aspecto los dos Testamentos, quiero llamar la atención sobre el hecho de que casi inconscientemente muchos tienden a pensar que fue, sobre todo, en la Antigua Alianza donde Dios se mostró como providente respecto a su pueblo, mientras que desde la Nueva Alianza dicha providencia les parece que ha sido sustituida por la fundación de la Iglesia que ya no es tanto un pueblo de elegidos cuanto un cuerpo de doctrina y de santificación. Hay que hacer un examen de conciencia sobre esta injustificada tendencia a ver en nuestra Iglesia sólo el cuerpo doctrinal, como si el Espíritu Santo que rige a la Iglesia fuese sólo un Consolador y Vivificador de tal naturaleza que habría abandonado a la colectividad de los redimidos para atender solamente a los cristianos de modo individual.
Aunque tenemos una ley perfecta, la ley de la gracia, no estamos autorizados a sobreentender erróneamente que carecemos de una providencia colectiva. Y, siguiendo por esta corriente podría suceder algo peor, se podría pensar que no la necesitamos.
Una manifestación práctica de esta actitud podría quedar ejemplarizada en el hecho de que los cristianos no sabemos casi nada de la historia de la Iglesia, en particular, por ejemplo, la fundamental historia de los concilios ecuménicos, que frente a las herejías fijaron la exposición y comprensión correcta de nuestra fe, mientras que nos extrañaría mucho encontrar un judío creyente que no conociese muy bien el Deuteronomio y, en general, todo el Pentateuco, que es, a la vez, la exposición de la Ley y la historia de la salvación del pueblo a quien se ha dado esta ley.
Claro está que hay una diferencia fundamental entre ambas historias, pues la historia de la Iglesia, pasada la época apostólica, ha de ser necesariamente una historia escrita por hombres sin especial asistencia divina, cuando se ha cerrado ya -con el Apocalipsis- la revelación. Fuera de la primera época de la Iglesia nosotros no tenemos una historia sagrada, pero sí tenemos un principio interpretativo de la historia que ha de venir, cuyo fundamento ha de ser aquellas palabras de Jesucristo con las que se termina el evangelio de San Mateo: «Sabed que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos»

En el Nuevo Testamento hay una especial referencia de Jesús a las cosas que han de venir. También nosotros debemos estar alerta sobre los tiempos futuros, ante sucesos trascendentales en cuya expectación hay que estar vigilantes, como dijo en aquellas parábolas en que se habla del dueño o del novio que tarda en llegar, sin dormirse -como en la parábola del siervo fiel- y, si nos dormimos -como en la parábola de las vírgenes prudentes y necias- con suficiente aceite, esto es con suficiente fe y esperanza. Es bien claro que tales expectativas no se refieren a la muerte, como con excesiva simpleza se dice en muchas homilías, sino a la segunda venida de Jesucristo, que la liturgia actual -y el Catecismo- con tanto énfasis nos anuncian.
Pero hay algo más que también hemos de considerar. Lo que distingue al pueblo elegido de Israel del nuevo pueblo de Dios según la nueva y definitiva Alianza, no es que ahora la historia no sea parte de nuestra consideración sino que ahora el pueblo es ya toda la Iglesia extendida por todo el mundo y, en cierto sentido, toda la humanidad en cuanto que la Iglesia tiene vocación intrínseca de predicar a todas las gentes según el mandato explícito y constituyente de nuestro Salvador: «Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación» . Bien claramente dijo Jesucristo: «tengo otras ovejas que no son de este redil», aún después de haber manifestado su predilección por los judíos que eran su pueblo. Hay, por tanto, una cuestión importantísima, pues mientras el pueblo de Israel tenía una historia muy enmarcada en sí mismo, el actual pueblo de Dios, que es la Iglesia, aparece no sólo extendido por todo el mundo sino en relación con todo el mundo. La Constitución Conciliar Gaudium et Spes, Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, del último Concilio ecuménico es una buena prueba de ello.
Consideremos ahora el punto fundamental que nos ha de invitar a pensar en el sentido cristiano de la historia. La providencia es un dogma fundamental de la vida cristiana. Expone esta verdad que Dios cuida de los hombres muchísimo más que de todo el universo creado, pues todo el universo no hubiera sido hecho por Dios si no fuera pensando en el hombre que lo había de habitar. Ahora bien, Dios cuida con sabias leyes la marcha de los astros, con perfecta reiteración el paso cambiante y armonioso a la vez de las distintas estaciones y, en general, de todos los procesos naturales sin los cuales la vida humana sería imposible. ¿Cuál ha de ser el cuidado que Dios toma de los hombres? Jesucristo dijo que todos nuestros cabellos están contados y que si cuida de los lirios del campo y de los gorriones más ha de cuidar de sus hijos los hombres.
Los hombres, en lo natural dependemos de las cosas creadas por Dios, que nos rodean y nos dan luz, calor y nos alimentan, pero los hombres dependemos también de todo aquello que los mismos hombres nos han dejado con su paso anterior. Luego para nuestro sustento integral necesitamos también de la sociedad humana y no sólo de la naturaleza externa. De ahí que la Iglesia diga que siendo el hombre social por naturaleza y siendo la naturaleza humana obra de Dios, la misma sociedad es obra de Dios y a Él se ha de ajustar, pues no puede estar ausente de la Providencia aquello que más ha de influir en la vida del hombre, cual es la sociedad.
Ninguna realidad puede decirse independiente de Dios, pues sería ella misma divina, con lo que la historia humana, como realidad en este mundo, no puede considerarse ajena al señorío de Dios. La historia le ha de estar sujeta más que toda la creación . Sería muy extraño que lo que más influye en la vida del hombre y más condiciona su comportamiento estuviera determinado sólo por la voluntad de algunos hombres, quizá los más malvados. Los hombres seríamos los más olvidados de Dios, de hecho.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por el Papa en 1992, hablando del dogma de la Providencia, leemos estas palabras bien contundentes:

«El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: "Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza" (Sal, 115,3); y de Cristo se dice: "si Él abre, nadie puede cerrar; si Él cierra, nadie puede abrir" (Ap., 3, 7); "hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el Plan de Dios se realiza.» (Pr., 19, 21) .

Debemos penetramos de la relación entre la historia de la salvación y la historia de la humanidad. La salvación la ha realizado Dios en el tiempo. Y los tiempos adquieren consistencia por los hechos que en ellos suceden. Y Dios, que ha venido a salvarlo todo, asume en su acto salvador todos los acontecimientos humanos, de modo que no sólo aprovecha los actos libres de los hombres sino que muestra su sabiduría al encauzados hacia su propia voluntad. En esta obra temporal brilla su poder y brilla su misericordia y queda patente a todos que son vanos los proyectos de los hombres que se alejan de Dios. El sentido de la historia muestra esta doble verdad, que la voluntad de Dios se eleva sobre las ruinas de los falsos proyectos humanos y que muestra de continuo su amor y misericordia, de modo que nos maravillemos más de su providencia que de su misma creación.
La historia es importante porque hay un destino, una meta que le da un sentido y ello no se funda en ningún idealismo inmanentista, sino en el plan de Dios, del todo trascendente pero realizado en la historia. El proyecto divino no es otro que la salvación de todos los hombres, pero realizado de modo histórico.
Dios, que hizo el mundo en el tiempo, como nos narra expresamente el Génesis con su relato de los seis días de creación, tuvo de él providencia también en el tiempo. Cuando nuestros primeros padres abandonaron el paraíso, no los abandonó y, a pesar de la maldad que se extendió por la tierra, en cierto tiempo eligió un hombre, Noé, para perpetuar la humanidad a pesar del castigo universal. Eligió a Abraham en el tiempo e hizo de él un gran pueblo, sacándolo de su tierra originaria y haciendo después trasladarse a sus descendientes en tiempos de Jacob a la larga estancia en Egipto, y todo ello en el tiempo. Y liberó al pueblo elegido por mano de Moisés en el tiempo, y así, en toda la historia posterior de Israel, ya instalado en la tierra prometida, con sus jueces y sus reyes, con sus dos deportaciones y sus vueltas al país prometido, ha mostrado siempre que obra en el tiempo que Él mismo ha hecho.
Lo mismo acontece en la Nueva Alianza. En el tiempo fue la Encarnación, y la Iglesia por Él fundada que vive en el tiempo en toda clase de vicisitudes. Dar sentido a estas vicisitudes lo hicieron sintéticamente San Agustín en La ciudad de Dios, quien sostiene que lo que acaece al imperio romano no es imputable a los cristianos, sino que es para castigo de los malos y recompensa de los buenos, y, más en particular, Bossuet, tenía la misma idea apologética, al prolongar su reflexión hasta la consumación del imperio de Carlomagno, en el Discurso sobre la Historia Universal. Ellos entendieron que las cosas creadas son temporales y Dios mismo ha querido obrar observando unos tiempos.
Encontrar un sentido a la historia es ver que hay un orden razonable en los acontecimientos humanos de modo que han servido para la expansión de la Iglesia, a pesar de parecer hechos fortuitos y aún meramente calamitosos para la humanidad o incluso, a veces, como en tiempo de persecuciones, para la misma Iglesia.
Pero fue sobre todo el padre Ramière quien mostró la necesidad de atender a estas leyes de la providencia -que nacen del conocimiento de la historia de la Iglesia comparándola con la historia de la humanidad- para estar prontos, alegres y orantes en el tiempo actual, porque Dios no hará renacer a la humanidad a la luz total de su salvación más que después de haber aniquilado las falsas pretensiones humanas. Saber distinguir en la humanidad sus profundos anhelos, de sus equívocas resoluciones.
Saber conjugar el fracaso con la esperanza, la inminencia de las calamidades humanas con la proximidad del triunfo total.
A las leyes de la Providencia que, como ya dijera San Agustín, son de permitir el mal para sacar de ello mayor bien, hay que unir, además, las promesas del mismo Rey de la humanidad. Estas promesas hablan inequívocamente de triunfo final en medio de las mayores adversidades. Estas profecías entroncan con las del Apocalipsis. Las profecías, decía el padre Ramière en su gran libro Las esperanzas de la Iglesia , son de tres tipos, las que proceden de los libros sagrados, las que proceden de la devoción al Sagrado Corazón y las que proceden de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. El libro que comentamos ahora merecería ser resumido en su globalidad, aunque vamos a dar sólo una muestra de su argumentación y de su fuerza. El padre Ramière había dado en Vals donde se formaban los jóvenes jesuitas para ir a las misiones, un curso titulado “El reino de Jesucristo en la historia" durante el año académico 1862-63 , pero sus ideas fueron luego a parar, sobre todo, al gran libro que fue Las esperanzas de la Iglesia, y de esta obra vale la pena exponer un párrafo un poco largo:

«El estudio de los caminos seguidos por la Providencia en el pasado, induce al convencimiento de que Dios no deparará el triunfo a su Iglesia, hasta que sus enemigos hayan desplegado contra ella todo su furor y parezca haber logrado un triunfo completo.
No de otra manera, Jesucristo, cuya vida mortal es el tipo de la existencia terrena de la Iglesia, ha vencido a la muerte dejándose vencer por ella, ha obtenido un pleno éxito en su misión al entregarse en manos de sus verdugos.
De igual modo, la Iglesia triunfó de la crueldad de los emperadores romanos, de las sutilezas de las herejías, de la barbarie de los pueblos del Norte, de la tiranía de los emperadores y reyes cristianos, en una palabra, todos cuantos enemigos se le han opuesto en el curso difícil de su existencia, no ya desarmándolos antes del combate, sino, al contrario, después de haber sufrido hasta el límite los excesos de su rabia y hostilidad.
También de esta manera en el mundo antiguo, figura de la nueva Era, la raza de los servidores de Dios, no fue salvada por el diluvio, por la invocación de Abraham, por la salida de Egipto, por el fin de la cautividad de Babilonia y, por último, por el nacimiento del Salvador, hasta el momento en que el predominio del error y del crimen parecía no dejar esperanza alguna a la verdad y a la virtud.
(.. .)
Es siempre la misma economía, de la que hallamos una viva expresión en la célebre visión de Ezequiel. Para infundir de nuevo el espíritu de vida espera Dios a que la muerte haya concluido su obra. Permite a la infidelidad encerrar a todos los hombres en un calabozo sin salida, a fin de manifestar más gloriosamente su misericordia al devolverles la libertad. Tal nos dice San Pablo: "Conclusit omnia in infidelitate ut omnium misereatur".
Todo nos lleva a creer que esta analogía, que tan exactamente se ha realizado en el pasado, se verificará igualmente en el porvenir. Nada priva a Dios, Todopoderoso, de hacer milagros; pero como su sabiduría nunca se separa de su poder, guarda un orden y sigue una ley, aun en aquellos actos por los que deroga el orden común y las leyes naturales. Todo lo hace, incluso los milagros, con número, peso y medida. Si en sus obras se descubre una infinita variedad, también reina en ellas una admirable unidad, y difícilmente nos equivocaremos al pensar que en esta suprema lucha en que la Iglesia se ve atacada a la vez por todos sus antiguos enemigos: cesarismo y democracia, herejía, cisma e incredulidad, no obtendrá la victoria, más que en iguales condiciones a que ha tenido que comprar el triunfo parcial sobre cada uno de sus adversarios. Como todas las doctrinas erróneas que le han precedido, el anticristianismo masónico, que las resume todas en su infernal unidad, probablemente no será vencido por la unidad divina más que después de haber logrado el triunfo que persigue con tanto ardor, y que parece prometérselo. Sólo entonces, la sociedad, que únicamente puede ser instruida por su propia experiencia, comprenderá el precio de la realeza de Jesucristo y el crimen cometido al insubordinarse contra su autoridad» .

El cristiano actual necesita conocer este sentido de la historia porque ello alimenta su esperanza y conforta su fe, a la vez que le da discernimiento sobre el modo como debemos ser hoy apóstoles de la novedad del evangelio. Me refiero muy en concreto al contenido total de nuestra fe que ha de ser presentada también como una salvación social e histórica. Más allá de los errores que nos han invadido, nos han sacudido y nos han armado incluso, en la humanidad actual se dan unas aspiraciones de totalidad que sólo la Iglesia de Jesucristo puede llenar.
Es también urgente explicar el sentido de la historia y que la totalidad del evangelio, con sus profecías y promesas, sea proclamado a todo el mundo para que no nos trague del todo el error socialista-marxista, el error liberal-economicista, el error nacionalista-racista, etc., entre otros argumentos negando ningún sentido lineal al auge de alguno de estos errores. Frente al mito del progreso indefinido de la historia en una dirección materialista se ha de dar el sentido de total redención espiritual y material del hombre incluso en este mundo.

La Constitución Gaudium et Spes, antes ya citada, hablando de la actividad humana en el mundo, nos habla de la «tierra nueva y el cielo nuevo". Este párrafo empieza con estas palabras:
«Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad» . Y al llegar aquí cita en nota la referencia a esta cuestión en los Hechos de los apóstoles. El texto se enmarca al comienzo de dicho relato, cuando los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, por mandato de Jesús, en espera del Espíritu Santo, le hacen la siguiente pregunta, obteniendo esta respuesta:

«Los que se habían, pues, reunido le preguntaban diciendo:
Señor, ¿en esa sazón vas a restablecer el reino a Israel? Díjoles:
No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos oportunos que el Padre fijó con su propia potestad» .

Es, por tanto, claro que se trata de una pregunta que afecta a la historia de la nueva Iglesia. La interpretación desgraciadamente usual tiende a pensar que «consumación» significa término, o, más claramente, si se me permite la expresión fuerte, pero para que se me entienda, se toma el término consumación como «liquidación». Pero consumar una tarea no es liquidarla, sino que es llevada a su perfección. Es en este sentido que dijo Cristo en la cruz «todo se ha consumado» Cristo había venido a redimir a los hombres y morir en cruz era la consumación de este proyecto decretado por toda la Trinidad y que el Hijo aceptó realizar.
Pero la Iglesia no habla de liquidación, en absoluto, pues en el catecismo podemos leer estas palabras, del todo conformes con la liturgia actual:

«Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida.»(cfr. Ap., 22, 17) .

El sentido último de la historia de la humanidad y de la Iglesia no es otro que la segunda venida de Jesucristo. Porque es cierto que el cielo definitivo implicará el término de la historia, pues no habrá historia humana indefinidamente, pero nadie puede pensar que la Iglesia nos invita a «desear ardientemente» la segunda venida, a pedirla insistentemente, porque deseamos con ardor que se acabe el mundo histórico. Esto ni es, ni puede ser, verdad. Si los cristianos pidiéramos, anhelásemos, el fin del mundo sería lógico que nadie nos escuchase, porque esto no sería trascendente ni sobrenatural, sino simplemente inhumano e incluso absurdo. Pero nosotros no anhelamos el fin del mundo sino la consumación de la historia de la salvación.
Un punto capital para nuestro propósito lo hemos de encontrar en la explicación de la oración dominical, el Padrenuestro, tal como se encuentra en el Catecismo, concretamente en la petición que se titula «venga a nosotros tu reino». Empieza por explicar que el término griego «basilea» puede traducirse también por la acción concreta y no sólo por el nombre abstracto. De modo que podríamos perfectamente decir «venga a nosotros tu reinado», que sonaría más parecido al título de las obras del padre Ramiere Reinado social del Corazón de Jesús. A continuación, y citando una oración de San Cipriano, dice una cosa tan interesante como la siguiente:

«Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera» .

Dos números más abajo insiste el Catecismo en la misma idea y con gran naturalidad pone en relación íntima la venida del Reino y el retorno de Jesucristo, con estas claras y breves palabras:

«En la Oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del reino de Dios por medio del retorno de Cristo.(Cfr. Tt., 2, 13) (16).

La razón de este anhelo es sencillo de expresar, pues no es otra cosa que la misma voluntad salvífica de Dios. Ahora bien, todo el mundo entiende que Dios, Cristo, desea nuestra salvación, pues lo enseñó expresamente el evangelista San Juan y, sin embargo, pedimos nuestra salvación porque sabemos que no podemos alcanzarla sin la gracia de Dios. Pues lo mismo sucede con la salvación de todos los hombres. Desear ardientemente la segunda venida es desear el triunfo definitivo de Dios sobre el mundo para salvarlo. La salvación tiene que ser, de toda necesidad, en este mundo histórico.
La íntima relación entre los dos testamentos es evidente desde el punto de vista de Dios, pero demasiadas veces nos parece a algunos de entre nosotros que la novedad del evangelio ha clausurado definitivamente la referencia al Dios de Israel, al único Dios, y a pensar en Cristo fuera de las profecías que lo anunciaban como Mesías de Israel. De este modo, ni avanzamos en el diálogo con los judíos ni creemos prácticamente en las profecías. La separación, y negación, del Antiguo Testamento era tema central de la herejía gnóstica y maniquea.
Pero el Catecismo nos ilustra desde una perspectiva muy unificadora la relación entre la promesa del Mesías y la venida del Salvador Jesucristo, cuando escribe:

«Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o del retorno) del Mesías; pues para unos es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros es la venida del Mesías». (17).

Y comentando la Epifanía, la fiesta de los no judíos ante el nacimiento de Jesús en Belén, escribe unas maravillosas líneas de acercamiento de la fe en el Rey de las naciones al Rey de los judíos:

«La llegada de los magos a Jerusalén para rendir homenaje al rey de los judíos (Mt., 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cfr. núm. 24, 17-19; Ap., 22,16) al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cfr. Jn., 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el antiguo testamento (cfr. Mt., 2,4-6). La Epifanía manifiesta "que la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas" (San Leonardo Magno, serm. 23) y adquiere la "israelitica dignitas" (MR, Vigilia Pascual, 26; oración después de la tercera lectura)» .

Uno puede quedarse muy atónito ante este fenomenal texto, pero no podía cuestionarse su redacción sin poner en entredicho todas las citas bíblicas, de uno y otro testamento, y la misma liturgia de la Iglesia católica tal como está en el Misal Romano. En definitiva, hemos de pensar que Cristo es el señor del mundo y de la historia, aun cuando, a veces, no sepamos entrever sus caminos. Tal como lo recuerda el catecismo:

«Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co., 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y el pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cfr. Gn., 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra» .

Notas

1 OSWALD SPENGLER, -La decadencia de Occidente., en Cristiandad, ibid., pág. 336.

2 ibid., pág. 337.

3 NICOLÁS BERDIAEFF, .EI sentido de la Historia. Ensayo filosófico sobre los destinos de la humanidad., en Cristiandad, Barcelona-Madrid, 1945, pág, 340, 15 de julio de 1945, núm. 32-33.

4 Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 522.

5 Mt., 28, 20.

6 Mc.,16,15.

7 Catecismo..., n. 450.

8 Catecismo..., n. 303.

9 ENRIQUE RAMIERE, Las esperanzas de la Iglesia, en Publicaciones Cristiandad, Barcelona, 1962, trad. padre Hilario Marín, S. I.

10 Véase el artículo del padre DUDON, Le Pere Ramière, en Cristiandad, núm. cit., págs. 333-334.

11 ENRIQUE RAMIERE, op. cit., Introducción, págs. 4-6.

12 Gaudium et spes, n. 39.

13 Act., 1, 6-7.

14 Catecismo, n. 524.

15 Catecismo, n. 2816.

16 Catecismo, n. 2818.

17 Catecismo, n. 840.

18 Catecismo, n. 528.

19 Catecismo, n. 314.