El sentido cristiano de la historia
José Mª Petit Sullá
(Artículo aparecido en la revista Verbo, nros. 357-358, año 1997)
Esta exposición acerca del sentido cristiano
de la historia no ha sido encomendada por el doctor Vallet a
ningún historiador -entre los muchos y buenos que hay entre los
amigos de la Ciudad Católica-, lo que me permite pensar que debo
más bien discurrir de modo breve por los caminos de una especie
de reflexión acerca del sentido cristiano de la historia, en
esta XXXV Reunión, a modo de cierta meditación de la que
podamos sacar algún provecho.
En la revista Cristiandad se dedicaron, en los primeros años, ya
desde el número cinco del año 1944, varios artículos al tema
del sentido cristiano de la historia, lo que el padre Ramière
llamó Teología de la Historia. Especialmente
recomendable es la lectura del número doble de julio de 1945.
Siguiendo al insigne apóstol del Corazón de Jesús, se
cultivaba entre los discípulos del padre Ramón Orlandis, S.I.
esta rama de la teología y de la historia, no para satisfacer
ninguna curiosidad sino para alimentar la indispensable esperanza
católica en unos tiempos de creciente secularización de la vida
social y política. Ello requería, ante todo, estudiar historia
y penetrar en su sentido con toda seriedad.
Pero mirando a la historia de la humanidad, que ha de ser
redimida y entrar a formar parte de la Iglesia, aparece una
dificultad, porque nos desconcierta que la historia, explicada
por la historiografia laica, parece ser un cúmulo de
arbitrariedades desconexas, contradictorias incluso, cambiantes
siempre y, cuando se pretende darle un sentido, siempre es hacia
la emancipación de la humanidad respecto a Dios. Los que no
aceptan esta tendencia secularizadora, se tienen que conformar
con una historia que se nos presenta como algo majestuoso a
veces, pero tan deplorable en la mayoría de las ocasiones, que
casi preferimos no atender demasiado a ella y en cierto modo nos
parece, no sabemos bien por qué, que es preferible mirar al
futuro porque, además, decimos, el futuro lo haremos nosotros y
siempre puede ser mejor que el que hemos encontrado hecho.
Nos gustaría saber historia, al menos en sus trazos más
generales, y sobre todo nos gustaría entender la historia. En
cierta manera querríamos que la historia fuese una ciencia, con
sus principios, sus demostraciones y sus conclusiones, pero en
seguida pensamos que tal cosa ni es ni puede ser ni ha de ser,
pues sería horrible que resultasen los hombres meros juguetes de
leyes superiores que fatalmente decidiesen los acontecimientos
humanos presuntamente realizados por seres libres.
Como es bien sabido, ésta fue la falsa conclusión a que llegó
el filósofo alemán Oswald Spengler en el período de
entreguerras cuando vislumbró fatalmente la decadencia de
occidente. Sin duda se apercibió muy bien de esta decadencia,
pero falto de esperanza la consideró fatalmente irreversible y
asimiló, sin más, la vida de las culturas a la vida de
cualquier otro ser vivo que nace, crece y muere. Spengler estaba
en contra de encontrar un sentido a la historia, como podemos
vedo en este texto así:
«Es completamente inaceptable el modo de interpretar la historia universal, que consiste en dar rienda suelta a las propias convicciones políticas, religiosas y sociales, y en las tres fases que nadie se atreve a tocar, discernir una dirección que conduce justamente al punto en que el interpretador se encuentra. Unas veces será la madurez del intelecto, otras la humanidad, o la felicidad del mayor número, o la evolución económica o la ilustración, o la libertad de los pueblos, o la victoria sobre la naturaleza, o la concepción científica del universo, o cualquiera otra noción por el estilo la que sirva de unidad absoluta para medir los milenios y demostrar que los antepasados o no supieron concebir la verdad o no pudieron alcanzada.»1
Advirtamos que a Spengler no le pasa por la cabeza la interpretación teológica de la historia y la razón más profunda es porque la providencia no actúa en un sentido lineal sino, precisamente, en un sentido parecido al propuesto por el filósofo. La diferencia fundamental es que Dios usa nuestra libertad en función de su proyecto, sin determinamos a obrar ciegamente. La conclusión de Spengler no la sostiene hoy nadie, a pesar de la justeza de su observación sobre la diferencia entre cultura y civilización. La cultura es la vida, la civilización es la muerte de una cultura, a pesar de su aparente esplendor. Concluye así su visión de terminista vitalista:
«Hasta hoy éramos libres de esperar del futuro lo que quisiéramos. Donde no hay hechos manda el sentimiento. Pero en adelante será un deber para todos preguntar al porvenir qué es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable forzosidad de un sino, que no depende de nuestros ideales privados, de nuestras esperanzas y deseos. Empleando la palabra libertad, tan equívoca y peligrosa, podemos decir que ya no tenemos libertad para realizar esto o aquello, sino lo prefijado o nada... El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. La época actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo cual excluye por imposible toda una serie de contenidos vitales.»2
Nos encontramos en un cierto callejón oscuro y
sin salida aparente, pero atisbamos una solución cuando por un
buen historiador, quizá simplemente de un hombre que vivió
personalmente un hecho singular, para nosotros extraño en el
tiempo o en el espacio, nos llega su narración con una doble
cualidad, la de ser muy verídico y la de saber mostrar el
sentido de su relato, su razón de ser. Spengler no podía
prohibir la interpretación de la historia por dos razones.
Primero porque él también la interpretó, aunque de modo
cíclico; segundo porque sin interpretación no hay historia. La
interpretación de la historia es la que no deforma el hecho pero
le encuentra el sentido. Es como si, en el plano de las ciencias
filosóficas, hubiésemos encontrado la causa eficiente y la
final porque conocemos el sentido profundo y el marco general de
cuanto es y acaece. Este es el sentido de una historia de la que
sacamos una conclusión que eleva nuestro espíritu dentro
incluso de su misterio. Tal cosa sucede, por ejemplo, con las
vidas de los santos y quizá, en particular, con las vidas de los
mártires cuyo final, humanamente trágico, resuena para nosotros
como lleno de sentido y de salvación a la luz de la fe. Para
encontrar un sentido a la historia ésta ha de ser estudiada
desde la perspectiva teológica. A la historia le sucede lo mismo
que a la filosofía. En sí misma considerada, es una labor de la
mera razón, independiente de la fe, pero, de hecho, en las
cuestiones más fundamentales que más afectan al hombre, como es
el caso de la existencia de Dios, la razón humana se extravía
si no se deja iluminar por la fe. La causa es bien sencilla, pues
por el pecado original se ha oscurecido la inteligencia y, como
dice Santo Tomás, de no haber mediado la revelación habría
desaparecido del haz de la tierra la idea de Dios. Hay que
retomar, pues, la perspectiva teológica.
Cuando yo era párvulo estudiábamos, o mejor, nos enseñaban, lo
que se llamaba «Historia Sagrada». Estudiar la Historia Sagrada
era para nosotros estudiar el Antiguo Testamento o, más
concretamente, algunos pasajes especialmente significativos y
aleccionadores de aquellos libros históricos, que junto con los
salmos, los sapienciales y los profetas, constituyen la
exposición de la primera Alianza de Dios con los hombres.
Dejemos ahora a un lado todos los libros genuinamente
históricos, a los que hay que añadir por su contenido los
libros proféticos, y que ocupan más de la mitad de los textos
sagrados, se narran las vicisitudes, bien complejas por cierto,
del pueblo escogido por Dios.
Nuestros hijos estudian hoy estos temas bajo el nombre más
formal de «Historia de la Salvación». Leído en nuestra
adultez con mayor amplitud, nos damos cuenta de que aquella
alianza es el diálogo entre Dios y unos hombres que se eligió
como pueblo. Quizá a veces nos ha sorprendido la crudeza de
algunas descripciones, pero aprendemos en estas lecturas algo muy
importante, pues no sólo vemos que Dios siempre es fiel y
misericordioso, sino que Dios actúa entrando en la historia de
su pueblo y que la prosperidad de éste va siempre ligada a su
fidelidad, como su desgracia a su abandono de la Ley. Sí,
realmente el Antiguo testamento es sobre todo histórico y vemos
claramente que la historia de Israel tiene un sentido que es su
referencia a Dios. Por primera vez en la historia de la humanidad
un pueblo tiene una historia con sentido porque tiene un guía y
un destino.
El filósofo Nicolás Berdiaeff, reconvertido a la fe ortodoxa,
planteó acertadamente la cuestión al relacionar la historia con
el sentido de la historia, es decir, cuando los hechos se suceden
en vistas de algo que ha de venir, y esta idea que era extraña
al mundo cultural griego, constituía la base de la vida de
Israel, quien en este sentido es el primer pueblo que tiene una
historia y la comunica a los demás:
«Fueron los hebreos los que nos trajeron el concepto de "lo histórico". Por ello estoy firmemente convencido de que la misión del pueblo hebreo había sido verdaderamente la de introducir, en la historia del espíritu humano, una conciencia del proceso histórico francamente opuesto a la concepción cíclica, propia del espíritu helénico. La antigua conciencia hebrea había relacionado siempre el proceso histórico con el mesianismo, y es aquí donde advertimos la diferencia esencial que media entre la conducta helénica y la hebrea. Mientras la primera iba dirigida hacia el pasado, la segunda tendía constantemente a lo futuro. El pueblo hebreo vivía intensamente de cara hacia el porvenir, esperando siempre una resolución del destino del pueblo de Israel.»3
Pero el mesianismo del pueblo de Israel no es algo vago sino que es la espera del Mesías concreto, aquel que de hecho los jefes de Israel no supieron o no quisieron reconocer, La Iglesia sabe bien que éste es el acontecimiento primordial de la historia humana, tal como lo recuerda el Catecismo:
«La venida del Hijo de Dios a la tierra es un
acontecimiento tan inmenso que Dios quiso preparado durante
siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la
"Primera Alianza" (Hb. 9, 15), todo lo hace converger
hacia Cristo, anuncia esta venida por boca de los profetas que se
suceden en Israel.»
Ahora bien, el Nuevo Testamento, la segunda y definitiva Alianza
de Dios con los hombres, cumplimiento perfecto de las antiguas
profecías y consumación del plan de Dios sobre la humanidad, es
también un texto histórico, que describe con detalle los hechos
principales que comienzan con la Encarnación del Verbo de Dios,
que refieren algunos de los muchos milagros que hizo para probar
su divinidad y recogen las enseñanzas de la corta pero intensa
vida pública de Jesús, Dios hecho hombre, y que en conjunto y
en sus cuatro presentaciones llamamos con el esperanza dar nombre
de evangelio, el buen anuncio. Y se cierra con el libro
profético del Apocalipsis que escribió el apóstol y
evangelista San Juan, libro verdaderamente histórico, pero de
una historia de lo que había de suceder a partir de aquella
inspirada revelación, que fue la revelación de Jesús. Incluso
la historia de la primitiva Iglesia, los hechos de los
apóstoles, y las mismas enseñanzas escritas de los apóstoles,
sobre todo del apóstol de los gentiles, que en forma de cartas
han llegado a nosotros como el eco autorizado de aquella primera
Iglesia, no hemos de desconocer que incluyen aspectos proféticos
que constituían el fundamento de la esperanza de los primeros
cristianos y que conservan este carácter también hoy para
alimentar la nuestra.
El nuevo testamento es, pues, también histórico. La
resurrección de Jesús -como todos sus milagros- no puede
reducirse a una mera ocasión para hacer una piadosa alegoría.
Nada ha hecho tanto daño a la Iglesia como las sectas gnósticas
que desvirtuaban el sentido histórico y convertían la religión
de Jesucristo en una mera llamada a la «espiritualidad» o a la
filantropía. Y no sólo es histórico sino que es también
profético.
Pero comparando bajo este aspecto los dos Testamentos, quiero
llamar la atención sobre el hecho de que casi inconscientemente
muchos tienden a pensar que fue, sobre todo, en la Antigua
Alianza donde Dios se mostró como providente respecto a su
pueblo, mientras que desde la Nueva Alianza dicha providencia les
parece que ha sido sustituida por la fundación de la Iglesia que
ya no es tanto un pueblo de elegidos cuanto un cuerpo de doctrina
y de santificación. Hay que hacer un examen de conciencia sobre
esta injustificada tendencia a ver en nuestra Iglesia sólo el
cuerpo doctrinal, como si el Espíritu Santo que rige a la
Iglesia fuese sólo un Consolador y Vivificador de tal naturaleza
que habría abandonado a la colectividad de los redimidos para
atender solamente a los cristianos de modo individual.
Aunque tenemos una ley perfecta, la ley de la gracia, no estamos
autorizados a sobreentender erróneamente que carecemos de una
providencia colectiva. Y, siguiendo por esta corriente podría
suceder algo peor, se podría pensar que no la necesitamos.
Una manifestación práctica de esta actitud podría quedar
ejemplarizada en el hecho de que los cristianos no sabemos casi
nada de la historia de la Iglesia, en particular, por ejemplo, la
fundamental historia de los concilios ecuménicos, que frente a
las herejías fijaron la exposición y comprensión correcta de
nuestra fe, mientras que nos extrañaría mucho encontrar un
judío creyente que no conociese muy bien el Deuteronomio y, en
general, todo el Pentateuco, que es, a la vez, la exposición de
la Ley y la historia de la salvación del pueblo a quien se ha
dado esta ley.
Claro está que hay una diferencia fundamental entre ambas
historias, pues la historia de la Iglesia, pasada la época
apostólica, ha de ser necesariamente una historia escrita por
hombres sin especial asistencia divina, cuando se ha cerrado ya
-con el Apocalipsis- la revelación. Fuera de la primera época
de la Iglesia nosotros no tenemos una historia sagrada, pero sí
tenemos un principio interpretativo de la historia que ha de
venir, cuyo fundamento ha de ser aquellas palabras de Jesucristo
con las que se termina el evangelio de San Mateo: «Sabed que
estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los
siglos»
En el Nuevo Testamento hay una especial
referencia de Jesús a las cosas que han de venir. También
nosotros debemos estar alerta sobre los tiempos futuros, ante
sucesos trascendentales en cuya expectación hay que estar
vigilantes, como dijo en aquellas parábolas en que se habla del
dueño o del novio que tarda en llegar, sin dormirse -como en la
parábola del siervo fiel- y, si nos dormimos -como en la
parábola de las vírgenes prudentes y necias- con suficiente
aceite, esto es con suficiente fe y esperanza. Es bien claro que
tales expectativas no se refieren a la muerte, como con excesiva
simpleza se dice en muchas homilías, sino a la segunda venida de
Jesucristo, que la liturgia actual -y el Catecismo- con tanto
énfasis nos anuncian.
Pero hay algo más que también hemos de considerar. Lo que
distingue al pueblo elegido de Israel del nuevo pueblo de Dios
según la nueva y definitiva Alianza, no es que ahora la historia
no sea parte de nuestra consideración sino que ahora el pueblo
es ya toda la Iglesia extendida por todo el mundo y, en cierto
sentido, toda la humanidad en cuanto que la Iglesia tiene
vocación intrínseca de predicar a todas las gentes según el
mandato explícito y constituyente de nuestro Salvador: «Id al
mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación» . Bien
claramente dijo Jesucristo: «tengo otras ovejas que no son de
este redil», aún después de haber manifestado su predilección
por los judíos que eran su pueblo. Hay, por tanto, una cuestión
importantísima, pues mientras el pueblo de Israel tenía una
historia muy enmarcada en sí mismo, el actual pueblo de Dios,
que es la Iglesia, aparece no sólo extendido por todo el mundo
sino en relación con todo el mundo. La Constitución Conciliar
Gaudium et Spes, Constitución sobre la Iglesia en el mundo
actual, del último Concilio ecuménico es una buena prueba de
ello.
Consideremos ahora el punto fundamental que nos ha de invitar a
pensar en el sentido cristiano de la historia. La providencia es
un dogma fundamental de la vida cristiana. Expone esta verdad que
Dios cuida de los hombres muchísimo más que de todo el universo
creado, pues todo el universo no hubiera sido hecho por Dios si
no fuera pensando en el hombre que lo había de habitar. Ahora
bien, Dios cuida con sabias leyes la marcha de los astros, con
perfecta reiteración el paso cambiante y armonioso a la vez de
las distintas estaciones y, en general, de todos los procesos
naturales sin los cuales la vida humana sería imposible. ¿Cuál
ha de ser el cuidado que Dios toma de los hombres? Jesucristo
dijo que todos nuestros cabellos están contados y que si cuida
de los lirios del campo y de los gorriones más ha de cuidar de
sus hijos los hombres.
Los hombres, en lo natural dependemos de las cosas creadas por
Dios, que nos rodean y nos dan luz, calor y nos alimentan, pero
los hombres dependemos también de todo aquello que los mismos
hombres nos han dejado con su paso anterior. Luego para nuestro
sustento integral necesitamos también de la sociedad humana y no
sólo de la naturaleza externa. De ahí que la Iglesia diga que
siendo el hombre social por naturaleza y siendo la naturaleza
humana obra de Dios, la misma sociedad es obra de Dios y a Él se
ha de ajustar, pues no puede estar ausente de la Providencia
aquello que más ha de influir en la vida del hombre, cual es la
sociedad.
Ninguna realidad puede decirse independiente de Dios, pues sería
ella misma divina, con lo que la historia humana, como realidad
en este mundo, no puede considerarse ajena al señorío de Dios.
La historia le ha de estar sujeta más que toda la creación .
Sería muy extraño que lo que más influye en la vida del hombre
y más condiciona su comportamiento estuviera determinado sólo
por la voluntad de algunos hombres, quizá los más malvados. Los
hombres seríamos los más olvidados de Dios, de hecho.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por el Papa
en 1992, hablando del dogma de la Providencia, leemos estas
palabras bien contundentes:
«El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: "Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza" (Sal, 115,3); y de Cristo se dice: "si Él abre, nadie puede cerrar; si Él cierra, nadie puede abrir" (Ap., 3, 7); "hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el Plan de Dios se realiza.» (Pr., 19, 21) .
Debemos penetramos de la relación entre la
historia de la salvación y la historia de la humanidad. La
salvación la ha realizado Dios en el tiempo. Y los tiempos
adquieren consistencia por los hechos que en ellos suceden. Y
Dios, que ha venido a salvarlo todo, asume en su acto salvador
todos los acontecimientos humanos, de modo que no sólo aprovecha
los actos libres de los hombres sino que muestra su sabiduría al
encauzados hacia su propia voluntad. En esta obra temporal brilla
su poder y brilla su misericordia y queda patente a todos que son
vanos los proyectos de los hombres que se alejan de Dios. El
sentido de la historia muestra esta doble verdad, que la voluntad
de Dios se eleva sobre las ruinas de los falsos proyectos humanos
y que muestra de continuo su amor y misericordia, de modo que nos
maravillemos más de su providencia que de su misma creación.
La historia es importante porque hay un destino, una meta que le
da un sentido y ello no se funda en ningún idealismo
inmanentista, sino en el plan de Dios, del todo trascendente pero
realizado en la historia. El proyecto divino no es otro que la
salvación de todos los hombres, pero realizado de modo
histórico.
Dios, que hizo el mundo en el tiempo, como nos narra expresamente
el Génesis con su relato de los seis días de creación, tuvo de
él providencia también en el tiempo. Cuando nuestros primeros
padres abandonaron el paraíso, no los abandonó y, a pesar de la
maldad que se extendió por la tierra, en cierto tiempo eligió
un hombre, Noé, para perpetuar la humanidad a pesar del castigo
universal. Eligió a Abraham en el tiempo e hizo de él un gran
pueblo, sacándolo de su tierra originaria y haciendo después
trasladarse a sus descendientes en tiempos de Jacob a la larga
estancia en Egipto, y todo ello en el tiempo. Y liberó al pueblo
elegido por mano de Moisés en el tiempo, y así, en toda la
historia posterior de Israel, ya instalado en la tierra
prometida, con sus jueces y sus reyes, con sus dos deportaciones
y sus vueltas al país prometido, ha mostrado siempre que obra en
el tiempo que Él mismo ha hecho.
Lo mismo acontece en la Nueva Alianza. En el tiempo fue la
Encarnación, y la Iglesia por Él fundada que vive en el tiempo
en toda clase de vicisitudes. Dar sentido a estas vicisitudes lo
hicieron sintéticamente San Agustín en La ciudad de Dios, quien
sostiene que lo que acaece al imperio romano no es imputable a
los cristianos, sino que es para castigo de los malos y
recompensa de los buenos, y, más en particular, Bossuet, tenía
la misma idea apologética, al prolongar su reflexión hasta la
consumación del imperio de Carlomagno, en el Discurso sobre la
Historia Universal. Ellos entendieron que las cosas creadas son
temporales y Dios mismo ha querido obrar observando unos tiempos.
Encontrar un sentido a la historia es ver que hay un orden
razonable en los acontecimientos humanos de modo que han servido
para la expansión de la Iglesia, a pesar de parecer hechos
fortuitos y aún meramente calamitosos para la humanidad o
incluso, a veces, como en tiempo de persecuciones, para la misma
Iglesia.
Pero fue sobre todo el padre Ramière quien mostró la necesidad
de atender a estas leyes de la providencia -que nacen del
conocimiento de la historia de la Iglesia comparándola con la
historia de la humanidad- para estar prontos, alegres y orantes
en el tiempo actual, porque Dios no hará renacer a la humanidad
a la luz total de su salvación más que después de haber
aniquilado las falsas pretensiones humanas. Saber distinguir en
la humanidad sus profundos anhelos, de sus equívocas
resoluciones.
Saber conjugar el fracaso con la esperanza, la inminencia de las
calamidades humanas con la proximidad del triunfo total.
A las leyes de la Providencia que, como ya dijera San Agustín,
son de permitir el mal para sacar de ello mayor bien, hay que
unir, además, las promesas del mismo Rey de la humanidad. Estas
promesas hablan inequívocamente de triunfo final en medio de las
mayores adversidades. Estas profecías entroncan con las del
Apocalipsis. Las profecías, decía el padre Ramière en su gran
libro Las esperanzas de la Iglesia , son de tres tipos, las que
proceden de los libros sagrados, las que proceden de la devoción
al Sagrado Corazón y las que proceden de la definición
dogmática de la Inmaculada Concepción. El libro que comentamos
ahora merecería ser resumido en su globalidad, aunque vamos a
dar sólo una muestra de su argumentación y de su fuerza. El
padre Ramière había dado en Vals donde se formaban los jóvenes
jesuitas para ir a las misiones, un curso titulado El reino
de Jesucristo en la historia" durante el año académico
1862-63 , pero sus ideas fueron luego a parar, sobre todo, al
gran libro que fue Las esperanzas de la Iglesia, y de esta obra
vale la pena exponer un párrafo un poco largo:
«El estudio de los caminos seguidos por la
Providencia en el pasado, induce al convencimiento de que Dios no
deparará el triunfo a su Iglesia, hasta que sus enemigos hayan
desplegado contra ella todo su furor y parezca haber logrado un
triunfo completo.
No de otra manera, Jesucristo, cuya vida mortal es el tipo de la
existencia terrena de la Iglesia, ha vencido a la muerte
dejándose vencer por ella, ha obtenido un pleno éxito en su
misión al entregarse en manos de sus verdugos.
De igual modo, la Iglesia triunfó de la crueldad de los
emperadores romanos, de las sutilezas de las herejías, de la
barbarie de los pueblos del Norte, de la tiranía de los
emperadores y reyes cristianos, en una palabra, todos cuantos
enemigos se le han opuesto en el curso difícil de su existencia,
no ya desarmándolos antes del combate, sino, al contrario,
después de haber sufrido hasta el límite los excesos de su
rabia y hostilidad.
También de esta manera en el mundo antiguo, figura de la nueva
Era, la raza de los servidores de Dios, no fue salvada por el
diluvio, por la invocación de Abraham, por la salida de Egipto,
por el fin de la cautividad de Babilonia y, por último, por el
nacimiento del Salvador, hasta el momento en que el predominio
del error y del crimen parecía no dejar esperanza alguna a la
verdad y a la virtud.
(.. .)
Es siempre la misma economía, de la que hallamos una viva
expresión en la célebre visión de Ezequiel. Para infundir de
nuevo el espíritu de vida espera Dios a que la muerte haya
concluido su obra. Permite a la infidelidad encerrar a todos los
hombres en un calabozo sin salida, a fin de manifestar más
gloriosamente su misericordia al devolverles la libertad. Tal nos
dice San Pablo: "Conclusit omnia in infidelitate ut omnium
misereatur".
Todo nos lleva a creer que esta analogía, que tan exactamente se
ha realizado en el pasado, se verificará igualmente en el
porvenir. Nada priva a Dios, Todopoderoso, de hacer milagros;
pero como su sabiduría nunca se separa de su poder, guarda un
orden y sigue una ley, aun en aquellos actos por los que deroga
el orden común y las leyes naturales. Todo lo hace, incluso los
milagros, con número, peso y medida. Si en sus obras se descubre
una infinita variedad, también reina en ellas una admirable
unidad, y difícilmente nos equivocaremos al pensar que en esta
suprema lucha en que la Iglesia se ve atacada a la vez por todos
sus antiguos enemigos: cesarismo y democracia, herejía, cisma e
incredulidad, no obtendrá la victoria, más que en iguales
condiciones a que ha tenido que comprar el triunfo parcial sobre
cada uno de sus adversarios. Como todas las doctrinas erróneas
que le han precedido, el anticristianismo masónico, que las
resume todas en su infernal unidad, probablemente no será
vencido por la unidad divina más que después de haber logrado
el triunfo que persigue con tanto ardor, y que parece
prometérselo. Sólo entonces, la sociedad, que únicamente puede
ser instruida por su propia experiencia, comprenderá el precio
de la realeza de Jesucristo y el crimen cometido al
insubordinarse contra su autoridad» .
El cristiano actual necesita conocer este
sentido de la historia porque ello alimenta su esperanza y
conforta su fe, a la vez que le da discernimiento sobre el modo
como debemos ser hoy apóstoles de la novedad del evangelio. Me
refiero muy en concreto al contenido total de nuestra fe que ha
de ser presentada también como una salvación social e
histórica. Más allá de los errores que nos han invadido, nos
han sacudido y nos han armado incluso, en la humanidad actual se
dan unas aspiraciones de totalidad que sólo la Iglesia de
Jesucristo puede llenar.
Es también urgente explicar el sentido de la historia y que la
totalidad del evangelio, con sus profecías y promesas, sea
proclamado a todo el mundo para que no nos trague del todo el
error socialista-marxista, el error liberal-economicista, el
error nacionalista-racista, etc., entre otros argumentos negando
ningún sentido lineal al auge de alguno de estos errores. Frente
al mito del progreso indefinido de la historia en una dirección
materialista se ha de dar el sentido de total redención
espiritual y material del hombre incluso en este mundo.
La Constitución Gaudium et Spes, antes ya
citada, hablando de la actividad humana en el mundo, nos habla de
la «tierra nueva y el cielo nuevo". Este párrafo empieza
con estas palabras:
«Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la
tierra y de la humanidad» . Y al llegar aquí cita en nota la
referencia a esta cuestión en los Hechos de los apóstoles. El
texto se enmarca al comienzo de dicho relato, cuando los
apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, por mandato de
Jesús, en espera del Espíritu Santo, le hacen la siguiente
pregunta, obteniendo esta respuesta:
«Los que se habían, pues, reunido le
preguntaban diciendo:
Señor, ¿en esa sazón vas a restablecer el reino a Israel?
Díjoles:
No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos oportunos
que el Padre fijó con su propia potestad» .
Es, por tanto, claro que se trata de una
pregunta que afecta a la historia de la nueva Iglesia. La
interpretación desgraciadamente usual tiende a pensar que
«consumación» significa término, o, más claramente, si se me
permite la expresión fuerte, pero para que se me entienda, se
toma el término consumación como «liquidación». Pero
consumar una tarea no es liquidarla, sino que es llevada a su
perfección. Es en este sentido que dijo Cristo en la cruz «todo
se ha consumado» Cristo había venido a redimir a los hombres y
morir en cruz era la consumación de este proyecto decretado por
toda la Trinidad y que el Hijo aceptó realizar.
Pero la Iglesia no habla de liquidación, en absoluto, pues en el
catecismo podemos leer estas palabras, del todo conformes con la
liturgia actual:
«Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida.»(cfr. Ap., 22, 17) .
El sentido último de la historia de la
humanidad y de la Iglesia no es otro que la segunda venida de
Jesucristo. Porque es cierto que el cielo definitivo implicará
el término de la historia, pues no habrá historia humana
indefinidamente, pero nadie puede pensar que la Iglesia nos
invita a «desear ardientemente» la segunda venida, a pedirla
insistentemente, porque deseamos con ardor que se acabe el mundo
histórico. Esto ni es, ni puede ser, verdad. Si los cristianos
pidiéramos, anhelásemos, el fin del mundo sería lógico que
nadie nos escuchase, porque esto no sería trascendente ni
sobrenatural, sino simplemente inhumano e incluso absurdo. Pero
nosotros no anhelamos el fin del mundo sino la consumación de la
historia de la salvación.
Un punto capital para nuestro propósito lo hemos de encontrar en
la explicación de la oración dominical, el Padrenuestro, tal
como se encuentra en el Catecismo, concretamente en la petición
que se titula «venga a nosotros tu reino». Empieza por explicar
que el término griego «basilea» puede traducirse también por
la acción concreta y no sólo por el nombre abstracto. De modo
que podríamos perfectamente decir «venga a nosotros tu
reinado», que sonaría más parecido al título de las obras del
padre Ramiere Reinado social del Corazón de Jesús. A
continuación, y citando una oración de San Cipriano, dice una
cosa tan interesante como la siguiente:
«Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera» .
Dos números más abajo insiste el Catecismo en la misma idea y con gran naturalidad pone en relación íntima la venida del Reino y el retorno de Jesucristo, con estas claras y breves palabras:
«En la Oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del reino de Dios por medio del retorno de Cristo.(Cfr. Tt., 2, 13) (16).
La razón de este anhelo es sencillo de
expresar, pues no es otra cosa que la misma voluntad salvífica
de Dios. Ahora bien, todo el mundo entiende que Dios, Cristo,
desea nuestra salvación, pues lo enseñó expresamente el
evangelista San Juan y, sin embargo, pedimos nuestra salvación
porque sabemos que no podemos alcanzarla sin la gracia de Dios.
Pues lo mismo sucede con la salvación de todos los hombres.
Desear ardientemente la segunda venida es desear el triunfo
definitivo de Dios sobre el mundo para salvarlo. La salvación
tiene que ser, de toda necesidad, en este mundo histórico.
La íntima relación entre los dos testamentos es evidente desde
el punto de vista de Dios, pero demasiadas veces nos parece a
algunos de entre nosotros que la novedad del evangelio ha
clausurado definitivamente la referencia al Dios de Israel, al
único Dios, y a pensar en Cristo fuera de las profecías que lo
anunciaban como Mesías de Israel. De este modo, ni avanzamos en
el diálogo con los judíos ni creemos prácticamente en las
profecías. La separación, y negación, del Antiguo Testamento
era tema central de la herejía gnóstica y maniquea.
Pero el Catecismo nos ilustra desde una perspectiva muy
unificadora la relación entre la promesa del Mesías y la venida
del Salvador Jesucristo, cuando escribe:
«Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o del retorno) del Mesías; pues para unos es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros es la venida del Mesías». (17).
Y comentando la Epifanía, la fiesta de los no judíos ante el nacimiento de Jesús en Belén, escribe unas maravillosas líneas de acercamiento de la fe en el Rey de las naciones al Rey de los judíos:
«La llegada de los magos a Jerusalén para rendir homenaje al rey de los judíos (Mt., 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cfr. núm. 24, 17-19; Ap., 22,16) al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cfr. Jn., 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el antiguo testamento (cfr. Mt., 2,4-6). La Epifanía manifiesta "que la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas" (San Leonardo Magno, serm. 23) y adquiere la "israelitica dignitas" (MR, Vigilia Pascual, 26; oración después de la tercera lectura)» .
Uno puede quedarse muy atónito ante este fenomenal texto, pero no podía cuestionarse su redacción sin poner en entredicho todas las citas bíblicas, de uno y otro testamento, y la misma liturgia de la Iglesia católica tal como está en el Misal Romano. En definitiva, hemos de pensar que Cristo es el señor del mundo y de la historia, aun cuando, a veces, no sepamos entrever sus caminos. Tal como lo recuerda el catecismo:
«Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co., 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y el pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cfr. Gn., 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra» .
Notas
1 OSWALD SPENGLER, -La decadencia de Occidente., en Cristiandad, ibid., pág. 336.
3 NICOLÁS BERDIAEFF, .EI sentido de la Historia. Ensayo filosófico sobre los destinos de la humanidad., en Cristiandad, Barcelona-Madrid, 1945, pág, 340, 15 de julio de 1945, núm. 32-33.
4 Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 522.
5 Mt., 28, 20.
6 Mc.,16,15.
7 Catecismo..., n. 450.
8 Catecismo..., n. 303.
9 ENRIQUE RAMIERE, Las esperanzas de la Iglesia, en Publicaciones Cristiandad, Barcelona, 1962, trad. padre Hilario Marín, S. I.
10 Véase el artículo del padre DUDON, Le Pere Ramière, en Cristiandad, núm. cit., págs. 333-334.
11 ENRIQUE RAMIERE, op. cit., Introducción, págs. 4-6.
12 Gaudium et spes, n. 39.
13 Act., 1, 6-7.
14 Catecismo, n. 524.
15 Catecismo, n. 2816.
16 Catecismo, n. 2818.
17 Catecismo, n. 840.
18 Catecismo, n. 528.
19 Catecismo, n. 314.