... .........................Artículos de Cristiandad de Barcelona.....INDEX.

Verdad racional y orden natural en el reino de Cristo

Por JESÚS GARCÍA LÓPEZ (1924-2005), conferencia pronunciada en 1984, en el acto académico conmemorativo del 40 aniversario de la fundación de la revista CRISTIANDAD de Barcelona.

Ha muerto Jesús García López en la festividad de santo Tomás de Aquino por Francisco Canals Vidal

CRISTIANDAD, Barcelona año LXII, núm. 891. Oct 2005, pág.36

Sean mis primeras palabras para agradecer la amable invitación que se me ha hecho para participar en este acto. Aún recuerdo, con gran emoción, los días que pasé en Barcelona y en Viladrau junto a Jaime Bofill, y en los que conocí por vez primera al padre Orlandis y a la Schola Cordis Iesu. Fue la primera visita, a la que después siguieron otras. Corría el verano de 1951, y puedo decir que aquellos encuentros fueron para mí una nueva luz, un nuevo enfoque, para el conocimiento de santo Tomás, y un nuevo vigor, un fuego nuevo, para llevar a la práctica, en lo que de mí dependiera, el ideal humano y cristiano de la soberanía social de Jesucristo. La lectura posterior y asidua de la revista CRISTIANDAD contribuyó durante muchos años, a incrementar esa luz y avivar ese fuego.

Y he aquí que hoy, al cabo de más de 30 años, me encuentro participando en la conmemoración de los 40 años de la revista CRISTIANDAD, y con un tema especialmente querido por mí desde aquellas lejanas fechas: la armonía de lo natural y lo sobrenatural en la vida humana individual y colectiva. La primera enseñanza sobre esa armonía me la había dado ya santo Tomás de Aquino, quien en la cuestión primera de la Suma teológica dejó estampada aquella fecundísima sentencia:

«Como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, es necesario que la razón se ponga al servicio de la fe, como la inclinación natural de la voluntad rinda obsequio a la caridad» (I, 1, 8, ad 2).

Mas precisamente por la profundidad y fecundidad de este pensamiento no se descubren de una sola vez todas sus consecuencias, y es preciso ir extrayéndolas poco a poco. Esto me sucedió a mí y debo a mis contactos con la Schola Cordis Iesu y la revista CRISTIANDAD el haber sacado muchas de esas consecuencias, no conocidas ni sospechadas en un primer momento.

Examinaré aquí algunas de esas consecuencias, y en primer lugar por lo que se refiere a la vida humana individual. En este punto hay que decir que el deseo natural de conocer a Dios (y hasta de verlo) que tiene el hombre (incluso el hombre caído) no es contrariado, sino llevado a su plenitud por la virtud teologal de la fe, por el don de entendimiento y finalmente por la luz de la gloria; e igualmente el amor natural (incluso elícito) de Dios bajo la razón de felicidad que radica en el hombre (aun después del pecado) tampoco es contrariado, sino llevado a su plenitud por la virtud teologal de la caridad, por el don de sabiduría y, por último, por la fruición de la visión beatífica. Y, sin embargo, de ninguna manera puede afirmarse una continuidad que suponga alguna exigencia del orden sobrenatural por parte del natural. El hombre no puede disponerse por sí mismo, por sus solas fuerzas naturales, para recibir la gracia. Santo Tomás también lo dejó dicho muy claramente:

«El hombre no puede prepararse a recibir la gracia sin el auxilio gratuito de Dios, que le mueve interiormente» (I-II, 109, 6).

Por consiguiente existe un orden natural, una naturaleza humana que, aun debilitada por el pecado, permanece íntegra en lo que le es esencial, y por eso puede darse en el hombre, en el plano natural, un verdadero conocimiento de las cosas, una ciencia en sentido propio, y también una cierta moral natural, unas virtudes morales, aunque con más dificultad y menos perfección que el conocimiento especulativo y la ciencia. Esto hay que mantenerlo frente a todos los excesos que, como el «fideísmo», consisten en negar un plano natural en nuestra vida (al quedar todo absorbido por el plano sobrenatural), o declarar a la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado, de suerte que el hombre, en el estado de naturaleza caída, no puede conocer por sí mismo verdad alguna, ni llevar a cabo ninguna obra moralmente buena. Esto no es así: la gracia –además de su acción sanante– completa a la naturaleza en la línea en que ella es capaz de ser completada y perfeccionada; pero no la anula, no la contraría, no la destruye; por el contrario, la supone.

Es más; dada la distinción existente entre el orden natural y el sobrenatural, nada se opone a que en el orden de las realidades naturales se respeten las leyes inmanentes a la naturaleza misma, y se procure perfeccionar al hombre en esa línea lo más posible: tal es el orden de las ciencias y de la filosofía, el orden de la técnica y del trabajo humano, y el orden de las virtudes humanas, tanto individuales como sociales o políticas. En la naturaleza humana, tal y como se encuentra después de la caída, hay algo positivo, el bien de la propia naturaleza, y algo negativo, el debilitamiento o la enfermedad que son secuelas del pecado. Y es claro que lo negativo no debe ser fomentado, no ya en el orden sobrenatural o con miras a hacernos más aptos para ello, sino tampoco en el orden meramente natural. En todo caso se trata de una deficiencia, de un defecto de la naturaleza, contra lo que el hombre debe luchar en la medida que le sea posible. Por eso, en el mero plano natural, el hombre tiene también un claro objetivo: luchar contra la ignorancia y contra la malicia y contra la debilidad del ánimo y contra la concupiscencia desordenada; lo que supone fomentar el saber en todos los campos, incluido el saber práctico o la prudencia; buscar el bien, no sólo propio sino también de los demás, mediante la justicia; afrontar con decisión las dificultades que se oponen a la práctica del bien, mediante la fortaleza, y moderar la concupiscencia, mediante la templanza. Además, por lo que hace a nuestro cuerpo, debe también mantenerlo sano en la medida en que le sea posible, buscando el remedio a las enfermedades, y tratando de escapar a la muerte mientras pueda lograrlo. Es decir, perfeccionar la naturaleza humana en todas sus dimensiones y a pesar de los muchos obstáculos que para ello encuentre. Trabajando en este empeño no se aparta del orden sobrenatural, sino que se acerca a él. No es que vaya a lograrlo por sus propias fuerzas. Esto es imposible, como hemos dicho antes, pero sí que puede apartar obstáculos, que ya es bastante, y hacer más apta a la propia naturaleza para que reciba el regalo, el don gratuito, de la gracia.

Por lo demás, sólo la criatura racional, en nuestro caso el hombre o el alma humana, es capaz de recibir la gracia; no alguna otra naturaleza inferior. Santo Tomás lo dice claramente:

«Decimos que el alma es el sujeto de la gracia en cuanto pertenece a la especie intelectual o a la naturaleza racional (...). Esta alma difiere según su esencia específica de los otros seres animados, o sea de los animales y de las plantas. Por eso, de que la esencia del alma sea sujeto de la gracia no se sigue que cualquier alma pueda ser sujeto de la gracia, pues esto conviene a la esencia del alma en cuanto pertenece a tal especie», es decir, a la humana (I-II, 110, 4, ad 3).

De suerte que, aunque el don de la gracia es completamente sobrenatural, hay una cierta congruencia entre ese orden y el orden natural de la naturaleza humana o de la naturaleza racional en general; pues sólo la criatura racional puede recibir la gracia.

Pero además de este reconocimiento de la naturaleza humana en su propio plano y con las posibilidades de perfeccionamiento que posee en medio de tantas dificultades, hay que reconocer también el orden de la gracia, la elevación gratuita del hombre al plano sobrenatural, aun después de la caída, por la obra redentora de Jesucristo. En este punto hay que condenar también otros posibles excesos que consisten en suponer, bien que la gracia es verdaderamente exigida por la naturaleza humana, bien que aquélla no es superior a ésta, sino la misma naturaleza plenamente desarrollada. En ambos casos hay una supervaloración de la naturaleza humana, que recibe el nombre común de «naturalismo». Y contra ese naturalismo santo Tomás se ha pronunciado en múltiples ocasiones.

Es un hecho innegable que la renovación de la naturaleza humana por la infusión de la gracia santificante, no supone una restitución del hombre al estado de naturaleza íntegra: los dones preternaturales que el hombre recibió con la gracia en el estado de justicia original no le son devueltos al ser aplicados a él los efectos de la reconciliación con Dios, que supone la Redención. Por la gracia el hombre vuelve a ordenar su mente (su razón y su voluntad) a Dios, y precisamente en cuanto autor del orden sobrenatural; pero permanecen en él las otras secuelas del pecado: la rebelión de las potencias inferiores respecto de la razón, y la pasividad corporal y la muerte. Por eso, la vida del cristiano, mientras permanece en este mundo, entraña una continua lucha y una identificación con la cruz de Cristo. Sin embargo, no es menos cierto que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia», y por ello, junto a los muchos medios o ayudas que el cristiano recibe en este mundo para mantenerse fiel a las exigencias de su vida sobrenatural –todas las fuentes de la gracia y en especial los sacramentos–, tiene la promesa de la futura inmortalidad, del gozo insuperable e inacabable de la gloria o de la bienaventuranza celestial. Allí se acabarán todas las miserias inherentes a la naturaleza humana y todas las que le sobrevinieron por el pecado de Adán; por donde su estado final vendrá a ser mucho mejor que el estado primitivo.

Así es como se restablecerá definitivamente la armonía del orden natural con el sobrenatural; armonía deteriorada, aunque no completamente rota con el pecado original y los demás pecados personales. De hecho, en el estado de pecado, la naturaleza humana se encuentra separada o en desacuerdo con todo el orden sobrenatural de la gracia; pero mientras hay vida hay esperanza, es decir, mientras el hombre vive en este mundo, por muy apartado que esté de Dios, es siempre capaz, con una potencia puramente pasiva o potencia obediencial, de reintegrarse a la amistad con Dios por la recepción de la gracia habitual, para la cual, sin embargo, no puede él prepararse por sí solo, sino que necesita las mociones divinas que se llaman gracias actuales.

En resumen:

1.° La gracia es completamente distinta de la naturaleza e inconmensurablemente superior a ella.

2.° Ni siquiera en estado de integridad la naturaleza humana tiene exigencia alguna positiva de ser completada o elevada por la gracia, que se llama precisamente así porque es enteramente gratuita. Y por supuesto mucho menos tiene esa exigencia la naturaleza humana enferma o caída.

3.° En todo caso, sin embargo, la naturaleza humana (tanto en estado de integridad como en estado de enfermedad) tiene una capacidad, una potencia puramente pasiva, para ser completada, elevada y perfeccionada por la gracia, o sea, la gracia no contraría a la naturaleza, ni se opone a ella, sino que la supone.

4.° La naturaleza humana, al perder por el pecado de Adán la elevación al orden sobrenatural, perdió también los dones preternaturales, y quedó afectada en el plano puramente natural de la siguiente forma: no perdió nada de lo que le era esencial y debido por naturaleza; pero quedó debilitada en orden al bien de la virtud por las heridas de la ignorancia (sobre todo práctica), la malicia, la flaqueza moral y la concupiscencia desordenada.

5.° Sin embargo, en el orden puramente natural y en el estado de naturaleza caída, el hombre puede hacer algo (supuesta la moción general de Dios de orden natural) para vencer esa debilidad o enfermedad contraída por el pecado; puede, con muchas dificultades, vencer la ignorancia con la ciencia (incluso práctica y hasta la prudencia); la malicia, con la justicia; la flaqueza, con la fortaleza, y la concupiscencia desordenada, con la templanza. De este modo no solamente se perfecciona en el plano puramente natural, sino que se hace más apto, al menos por la remoción de obstáculos, para recibir la gracia de Dios, que, siempre que le sea concedida, lo será gratuitamente, ya que la única preparación eficaz que cabe para la recepción de la gracia habitual son las gracias actuales o mociones divinas completamente sobrenaturales.

6.° La restauración de la naturaleza humana por la pasión y muerte de Cristo es de hecho ofrecida a todos los hombres. Todos los hombres reciben las gracias suficientes para salvarse. El hombre puede rechazar esas gracias hasta la muerte, y entonces quedará para siempre rota en él la armonía entre lo natural y lo sobrenatural; pero puede asimismo aceptarlas, y entonces no sólo se incoa ya en esta vida la armonía de lo natural con lo sobrenatural, sino que, si persevera hasta el fin, esa armonía quedará sublimada en la otra vida; la muerte será vencida por la inmortalidad, y la naturaleza, elevada a su máxima perfección, quedará empapada por la sobrenaturaleza o por la misma vida divina.

Y si tal es la armonía y subordinación de lo natural respecto de lo sobrenatural en la vida individual de cada hombre, otro tanto ocurre o debe ocurrir en la vida colectiva de los hombres agrupados y constituidos en sociedad perfecta. También aquí la gracia supone la naturaleza y la eleva y perfecciona, sin anularla o mutilarla. Porque lo que es la gracia para la naturaleza en el individuo, eso es la Iglesia, el Reino de Cristo, para la sociedad civil en la colectividad.

Consideremos muy brevemente las características de la sociedad civil o sociedad natural perfecta entre los hombres. Tiene un fin, que es el bien común histórico e inmanente: la paz social; un agente, o unos agentes, que son los mismos hombres en cuanto inclinados por naturaleza a vivir en sociedad; tiene una materia, que son los propios hombres y sus agrupaciones naturales, los llamados cuerpos intermedios: familias, ciudades, regiones, agrupaciones profesionales, etc.; y tiene una forma, que es el conjunto de sus leyes y la autoridad, de la que emanan esas leyes y que las hace cumplir. Igualmente la Iglesia, en cuanto peregrina en la tierra, tiene un fin al que aspira con todas sus ansias y que es el bien común trascendente y metahistórico, Dios mismo, o la definitiva paz de Cristo en la plenitud del Reino de Cristo; una causa eficiente, que es Jesucristo, Señor nuestro, su divino Fundador; una causa material, que son los hombres llamados a ser hijos de Dios, hermanos de Cristo, miembros vivos de su Cuerpo místico; y, por último, la causa formal, que es la ley del amor, la caridad, que ha sido derramada en nuestros corazones, en virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado; en definitiva la forma o el alma del Cuerpo místico de Cristo es el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, que es el Amor subsistente y personal.

Pues bien; la armonía entre la sociedad civil y la Iglesia, y la subordinación de aquélla a ésta, se logra cuando la sociedad civil comienza por desarrollarse y perfeccionarse de forma congruente con su propia naturaleza, es decir, cumpliendo los dictados de la ley natural y del derecho natural. Buscando el auténtico bien común inmanente: la paz social, ese «orden sosegado y ese sosiego ordenado», como lo llama Fray Luis de León, y que no se logra sino cuando, junto a la suficiencia de los bienes naturales, se dan también las virtudes naturales, tanto intelectuales como morales, pero sobre todo estas últimas. Virtudes que deben poseer y practicar todos los miembros del cuerpo social, pero sobre todo los gobernantes y los legisladores; porque no es posible una vida social honesta y verdaderamente enderezada al bien común humano, si las leyes que se dictan y se aplican y se cumplen no son sabias, prudentes y justas, es decir, no son auténticas leyes, pues no son ordenaciones de la razón, sino de la pasión, y no van encaminadas al bien común, sino al bien particular de unos pocos, y no son promulgadas y aplicadas por quienes tienen legítimamente a su cargo el cuidado de la comunidad.

El bien común de la sociedad civil ha sido definido por el Concilio Vaticano II como

«el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Gaudium et spes, n. 26);

pero es evidente que ese conjunto de condiciones se concreta sobre todo en unas leyes que respeten y fomenten los derechos humanos fundamentales, como son el derecho a la vida, a la integridad corporal, al trabajo y a un decoroso nivel de vida; el derecho a fundar una familia estable y sólida que se logra con el matrimonio uno e indisoluble; el derecho a traer hijos al mundo dentro de esa familia y a educarlos según las propias convicciones morales y religiosas; el derecho a la verdad ya la cultura; el derecho a estar verazmente informado de los asuntos que atañen al bien común; el derecho a asociarse con otros para fines lícitos; el derecho a participar en la vida pública, y el derecho a rendir culto y obediencia a Dios según los dictados de la auténtica libertad religiosa. Es decir que una sociedad movilizada o dinamizada por sus gobernantes y sus leyes en orden a lograr el auténtico bien común humano, es ya una sociedad dispuesta y apta para recibir la elevación, gratuita siempre, al plano sobrenatural que aporta la Iglesia. Por su parte la Iglesia ejerce su misión sanante y elevante y en último término salvadora cualesquiera que sean las condiciones de la vida social, siempre que existan individuos humanos que quieran recibir esa acción benéfica, a pesar de las dificultades que opongan las estructuras y ordenaciones injustas de una determinada sociedad. El no entenderlo así es el error capital de las mal llamadas «teologías de la liberación»; porque el fermento cristiano no necesita para prender y crecer más que corazones humildes y dóciles a la acción de la gracia. Pero qué duda cabe que una sociedad justamente ordenada está más preparada y mejor dispuesta para recibir el mensaje cristiano. Además, si ese mensaje es aceptado, la sociedad progresará rápidamente y alcanzará las metas más ambiciosas, incluso en el plano puramente natural. Porque la paz es obra de la justicia y la justicia se perfecciona con la caridad; por eso, allí donde hay caridad, hay justicia y hay paz, o sea, se alcanza el bien común al que se ordena toda sociedad civil. Por consiguiente, los cristianos que se hallan inmersos en todos los entresijos y entramados de la vida social deben, por propia vocación, concentrar sus esfuerzos en que la sociedad en que viven sea más justa y más pacífica y más fraterna, porque así preparan y llegan a hacer realidad en el mundo, al menos en parte, el Reino de Cristo. Pero tampoco deben sentirse desalentados y fracasados si esa sociedad en la que están inmersos, y por causas ajenas a su voluntad, es claramente injusta y violenta y egoísta, porque el fenómeno no es de hoy ni de ayer; viene de muy atrás, y, a pesar de ello la Iglesia ha continuado y continúa llevando a cabo su misión. Es la larga lucha entre las dos ciudades, la del diablo y la de Dios. En la ciudad del diablo, fundada por el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, se repite una y otra vez el «non serviam» y el «no queremos que éste reine sobre nosotros». Es una confabulación espantosa y constante, ininterrumpida a lo largo de muchos siglos. El salmo 11 la recoge de un modo dramático:

«¿Por qué se amotinan las gentes y trazan las naciones planes vanos? Se han reunido los reyes de la tierra y se han confabulado contra Dios y contra su Ungido»,

es decir, contra Jesucristo. Ellos claman una y otra vez:

«Rompamos sus ataduras»,

o sea, sus divinas leyes,

«y arrojemos lejos de nosotros su yugo»,

se yugo del que los cristianos sabemos que es suave y ligero. Y entre tanto

«el que habita en los cielos se ríe, el Señor se burla de ellos. A su tiempo les hablará en su ira y los conturbará en su furor».

Porque Jesucristo ha sido constituido Rey por el Altísimo, y se dirige a Él para decirle:

«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»,

o sea, en el interminable presente de la eternidad.

«Pídemelo y te daré a las gentes por herencia y por posesión los confines de la tierra. Podrás regir a los hombres con cetro de hierro; aplastar a tus enemigos como a vasija de alfarero».

Pero Jesús, este Rey divino, es manso y humilde de corazón, no quiere imponerse por la fuerza sino por el amor, y por eso su reino no es de prepotencia, ni de violencia, ni de muerte. Es un reino de verdad y de vida; un reino de santidad y de gracia; un reino de justicia, de amor y de paz.

¡La paz de Cristo en el Reino de Cristo! Qué diferente es esa paz de la que se busca entre los mundanos: equilibrio inestable de fuerzas horrorosas y de miedos pavorosos. Y el caso es que el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos son los que lo arrebatan; pero se trata de una violencia que cada cual tiene que hacerse a sí mismo, de una lucha constante y sin cuartel contra los enemigos de nuestra alma, que libran su batalla en el interior de nuestros corazones. Hoy se nos dice, por boca de algunos sedicentes teólogos, que es preciso cambiar las estructuras injustas de la sociedad, aunque para ello tengamos que recurrir a métodos violentos contra los instalados cómodamente en ellas; y esto porque si no se cambian previamente esas estructuras no podrá predicarse el mensaje de salvación y de liberación que Jesucristo trajo al mundo, o ese mensaje no podrá ser oído ni aceptado. Pero la Iglesia, nuestra Madre y Maestra, en infinidad de ocasiones y muy recientemente por boca de Juan Pablo II en su visita a Zaragoza, nos viene diciendo que la única manera eficaz de cambiar a mejor esas estructuras injustas, consiste en el cambio, en la conversión, personal de cada uno de nosotros, y de nuestros amigos y conocidos sobre los cuales podemos ejercer el apostolado del ejemplo y de la palabra. A los cristianos les toca continuar, en la medida de sus posibilidades y de las gracias recibidas, la misma misión que Cristo trajo a la tierra, y con los mismos métodos y procedimientos que Él utilizó. En realidad es preferible sufrir la injusticia a cometerla; y si somos fieles a ese empeño divino, todo lo demás se nos dará por añadidura.

Es verdad que los pocos o muchos hombres honestos que todavía quedan en el mundo pueden hacer algo, pueden hacer bastante, para sanear la sociedad en el plano puramente natural, y que no se deben ignorar ni despreciar esas energías naturales, sino acogerlas y fomentarlas; pero en el bien entendido que lo verdaderamente importante, lo decisivo, no es la acción del hombre en su afán por acercarse al bien, sino la acción de Dios, el cuidado providente que tiene de todos los hombres, y el impulso irresistible de su gracia en la marcha de la historia. Por eso, el cristiano verdaderamente comprometido en la mejora de la sociedad con vistas a un futuro mejor, ha de acogerse sobre todo a esa acción de Dios, participar en ella por la oración, por el sacrificio, por los sacramentos, por el apostolado, y también por el trabajo honrado y humanamente bien hecho en todos los órdenes de la vida social. La misión del cristiano en el mundo, y la misión de la Iglesia, ha sido magníficamente sintetizada por Pablo VI en este pasaje del Credo del Pueblo de Dios:

«Confesamos que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo, cuya figura pasa, y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente, los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más desgraciados. Por lo cual, la gran solicitud con la que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que le impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo, o se enfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno».

Hasta aquí Pablo VI. Yo no puedo ni debo añadir nada más.