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El retrato de Oscar Wilde por Gulisano explica un largo y difícil itinerario de conversión al catolicismo

Oscar Wilde se convirtió al catolicismo tras ser hundido en la cárcel y en el desprecio por ser homosexual

David Amado /ReL 7 agosto 2010

Oscar Wilde vivió los últimos años de su vida como un paria. Tras pasar dos años en la cárcel de Reading, la sociedad puritana que había reído sus gracias le dio totalmente la espalda. Acosado y sin apenas amigos, Wilde se retiró a París. Allí murió en una buhardilla, enfermo y acosado por las deudas el 30 de noviembre de 1900.

La suya habría sido la muerte de un infeliz de no ser porque poco antes de expirar le administraron el bautismo y la unción de los enfermos. La pregunta que surge ante semejante decisión es clara: ¿Tuvo ese último acto algo que ver con su vida?

Hace algún tiempo apareció en castellano el libro de Joseph Pearce titulado Oscar Wilde, la verdad sin máscaras (Ciudadela Libros). Esta obra propone una revisión de la vida de un autor aclamado por muchos como un liberador sexual progresista. No se cuestiona la homosexualidad del gran escritor inglés, ni sus promiscuas relaciones. Lo que Pearce hace es desvelar al hombre que se oculta tras el icono de Wilde y mostrar sus verdaderas aspiraciones y deseos.

Wilde, desde los primeros años de su vida, percibió que en el catolicismo había una belleza que no podía equipararse con ninguna otra del mundo. Sin embargo, luchó por resistirse al atractivo de la que llamaba la «Gran Ramera». Durante años le pudo su dandismo, su hablar afectado y su deseo de éxito entre la alta sociedad londinense. Mientras su corazón se carcomía, el mundo aplaudía sus aforismos y se escandalizaba por sus atuendos extravagantes.

El cinismo superficial del autor estuvo a punto de destruir su profunda conciencia interior. Acostumbrado a vivir con la máscara puesta, Wilde sólo llegó a conocer la verdad de su vida cuando unos desgraciados incidentes lo llevaron a la cárcel.

Con la sospecha de pervertir a menores y de práctica homosexual, fue condenado a dos años de trabajos forzados. Y fue allí donde se reencontró con Jesucristo. En los últimos años de su vida llegó a decir:

«¿Quiere saber mi secreto? Se lo diré… he encontrado mi alma. Estaba feliz en prisión porque encontré mi alma».

En la cárcel, Oscar Wilde leía los Evangelios en griego. Y señaló al respecto: «Es una manera deliciosa de comenzar la jornada (…) Las infinitas repeticiones a todas horas han marchitado para nosotros la frescura y el encanto poético de los Evangelios».

La lectura de los Evangelios y la experiencia del sufrimiento desmoronaron su falsa fachada. En obras como De Profundis, una carta amarga dirigida a Alfred Douglas (el amante que arruinó su vida), o La Balada de Reading, el niño prodigio del decadentismo inglés encuentra un camino de redención y comprende que la verdad del arte está en Cristo.

Para Wilde, el camino de la decadencia acabó en el de la cruz.

«Todos estamos en la cloaca -dice lord Darlington en El Abanico de lady Windermere-, pero algunos miramos hacia las estrellas».

Por eso, como señala Pearce, «buscar a Wilde en la cloaca, sea para revolcarse con él en el fango o para señalarle con el dedo del desprecio farisaico, es no entenderlo. Aquellos que deseen conocer con mayor profundidad a este hombre tan enigmático no deberían mirarle a él en la cloaca, sino mirar con él hacia las estrellas».